En la casa de mi abuela nos alineamos como si fuese una ceremonia, en recta perfecta los cuatro hermanos y mi madre, mi padre no estaba con nosotros y es que la razón de visitar a mi abuela materna era despedirnos pues nos mudábamos al Callao por un tiempo considerable, mi progenitor después de terminar los trabajos de dragado del terminal marítimo de Paita es comisionado por la empresa francesa Les Batignoles a seguir trabajando en labores similares en el puerto principal del Perú.
Seguíamos alineados frente a su cama, a la espalda un “chaise longue” y una repisa llena de fotos familiares, los polvorosos pisos de las casas paiteñas se ensañaban con mis brillantes y embetunados zapatos y el “Griffin All White” de los zapatos de mis hermanas, de estas la mayor a pesar de vivir con mi abuela también se encontraba en la formación, de vez en cuando una lampara que colgaba del techo, una pieza de vidrio celeste pavonado atraía mi atención de niño. ¿Cuántos años tendría sin haberle sacudido el polvo?
¡Esa patina triste del polvo cubría toda la casa, esa fina película de ese material inerte transportado por el viento y que sigilosamente se posa en todos los objetos de la casa, en los adornos, en las imágenes, en las ventanas y cortinas, ¡En todo! El persistente y silente material, el suplicio diario de las amas de casa en el puerto, de los misceláneos, de las empleadas del hogar, lo sufrían con mayor virulencia las enormes casonas entonces, lo siguen sufriendo las modernas casas de la actualidad, como no sufrirlo aún si vivimos en este pedazo de costa mirando el mar y de espaldas a la vastedad de una planicie polvorienta, arisca, cansina y monótona donde el “Yucún” es rey y el viento que sopla por detrás nos lo recuerda constantemente, solo en la plácida bahía encontramos la frescura, el descanso a la vista, el motivo y razón de nuestro ser, creo que por eso los paiteños siempre habíamos dado la espalda a la soledad y silencio de ese desierto que nos acompaña desde nuestros orígenes, pero el tiempo cambió todo eso, el tiempo y la migración.
Como en toda casa de antaño no podía faltar un inmenso ropero de tres puertas ni las pesadas cómodas al lado de la cama, cuantos secretos han guardado, cuanta curiosidad han despertado en nuestra niñez, ver a la abuela tomar su pesado manojo de llaves para abrirlo era señal de una propina, de un regalo, de una sorpresa, creo que lo de acarrear veinte llaves era una señal inequívoca de ser una Ramírez, asimismo lo hacía mi tía abuela Rosa, claro ella abría su cómoda y sacaba un pañuelo con 5 nudos, sacaba unas monedas y me decía:
-Toma! Guárdalas, para ti hijito! y miraba alrededor como cuidando que nadie nos observara, me ponía las monedas en la palma de la mano, cerraba esta y con un susurro al oído insistía:
-Guárdalas, rápido! Gracias tía! dije casi en un susurro, quería saber a cuanto ascendía mi propina… ¡Dos soles! se daba vuelta a cerrar su mueble, tenía un caminar pesado de matrona, tendría entonces unos 70 años, su cara parecía sacada de un daguerrotipo, -tiene una cara como en una foto antigua- pensé.
-Abue!..Abuela! enséñame unas fotos yaaa! no seas malitaa..
– ¡Luego hijito, estoy ocupada! y me dejaba esperando, mientras tanto proseguía con su quehacer diario, salía al pasillo externo, subía dos gradas al patio en otro nivel donde alineadas contra la pared había una retahíla de maceteros viejos con diversas plantas, San Pedros, helechos, chabelitas, etc. al fondo a la derecha una piedra de filtrar y un cántaro de barro que contenía el agua más pura y fresca del mundo!
Bajo una enorme estera que proveía de sombra, una vieja lora caminaba de lado a lado en su trapecio de alambre y un pedazo de tronco, en ocasiones cuando se inspiraba cantaba como la misma María Callas, al pie de la puerta un perro chusco, pero con el envidiable nombre de “Sultán”, dormitaba recostado a la par de un enorme y vetusto cilindro donde se acopiaba la siempre escasa agua, un escalón más al fondo y al lado de la cocina la puerta al infaltable corral de las casas de antaño.
Un cuarto que servía de depósito de papeles, colgados de la pared, un latiguillo, aperos viejos de montar, un machete, una mesa con una anticuada máquina de escribir Remington, cortapapeles, tinteros, plumas, archivos judiciales y rumas del diario oficial El Peruano, todo esto último de mi abuelo político Teodomiro Sánchez Novoa, exjuez, abogado.
Abuelaa! enséñame unas fotos, ya hijito ya va! y regresa al cuarto, busca su manojo de llaves y se acerca a la cómoda, da dos vueltas al picaporte y abre un cajón, saca una lata cuadrada de chocolates sin chocolates, pero llena de fotos, recortes de periódicos.
-Este eres tú cuando tenías un año, me muestra un fotograma en blanco y negro, lo miro, no estoy convencido que sea yo.
-Esta es de tu papá, cuando trabajaba en carreteras con tu tío Oscar Ferré, mi padre sin bigotes, con un traje color kaki, botas de media caña y un sombrero de explorador al lado de una moto-niveladora.
– ¿Ese es mi papá? Si es el, está joven, creo que, de 19 años, ¡si esta joven mi papa!
Saca unos recortes de periódico