De Paita a Chucuito Verano de 1965
En la casa de mi abuela nos alineamos como si fuese una ceremonia, en recta perfecta los cuatro hermanos y mi madre, mi padre no estaba con nosotros y es que la razón de visitar a mi abuela materna era despedirnos pues nos mudábamos al Callao por un tiempo considerable, mi progenitor después de terminar los trabajos de dragado del terminal marítimo de Paita es comisionado por la empresa francesa Les Batignoles a seguir trabajando en labores similares en el puerto principal del Perú.
Seguíamos alineados frente a su cama, a la espalda un “chaise longue” y una repisa llena de fotos familiares, los polvorosos pisos de las casas paiteñas se ensañaban con mis brillantes y embetunados zapatos y el “Griffin All White” de los zapatos de mis hermanas, de estas la mayor a pesar de vivir con mi abuela también se encontraba en la formación, de vez en cuando una lampara que colgaba del techo, una pieza de vidrio celeste pavonado atraía mi atención de niño. ¿Cuántos años tendría sin haberle sacudido el polvo?
¡Esa patina triste del polvo cubría toda la casa, esa fina película de ese material inerte transportado por el viento y que sigilosamente se posa en todos los objetos de la casa, en los adornos, en las imágenes, en las ventanas y cortinas, ¡En todo! El persistente y silente material, el suplicio diario de las amas de casa en el puerto, de los misceláneos, de las empleadas del hogar, lo sufrían con mayor virulencia las enormes casonas entonces, lo siguen sufriendo las modernas casas de la actualidad, como no sufrirlo aún si vivimos en este pedazo de costa mirando el mar y de espaldas a la vastedad de una planicie polvorienta, arisca, cansina y monótona donde el “Yucún” es rey y el viento que sopla por detrás nos lo recuerda constantemente, solo en la plácida bahía encontramos la frescura, el descanso a la vista, el motivo y razón de nuestro ser, creo que por eso los paiteños siempre habíamos dado la espalda a la soledad y silencio de ese desierto que nos acompaña desde nuestros orígenes, pero el tiempo cambió todo eso, el tiempo y la migración.
Como en toda casa de antaño no podía faltar un inmenso ropero de tres puertas ni las pesadas cómodas al lado de la cama, cuantos secretos han guardado, cuanta curiosidad han despertado en nuestra niñez, ver a la abuela tomar su pesado manojo de llaves para abrirlo era señal de una propina, de un regalo, de una sorpresa, creo que lo de acarrear veinte llaves era una señal inequívoca de ser una Ramírez, asimismo lo hacía mi tía abuela Rosa, claro ella abría su cómoda y sacaba un pañuelo con 5 nudos, sacaba unas monedas y me decía:
-Toma! Guárdalas, para ti hijito! y miraba alrededor como cuidando que nadie nos observara, me ponía las monedas en la palma de la mano, cerraba esta y con un susurro al oído insistía:
-Guárdalas, rápido! Gracias tía! dije casi en un susurro, quería saber a cuanto ascendía mi propina… ¡Dos soles! se daba vuelta a cerrar su mueble, tenía un caminar pesado de matrona, tendría entonces unos 70 años, su cara parecía sacada de un daguerrotipo, -tiene una cara como en una foto antigua- pensé.
-Abue!..Abuela! enséñame unas fotos yaaa! no seas malitaa..
– ¡Luego hijito, estoy ocupada! y me dejaba esperando, mientras tanto proseguía con su quehacer diario, salía al pasillo externo, subía dos gradas al patio en otro nivel donde alineadas contra la pared había una retahíla de maceteros viejos con diversas plantas, San Pedros, helechos, chabelitas, etc. al fondo a la derecha una piedra de filtrar y un cántaro de barro que contenía el agua más pura y fresca del mundo!
Bajo una enorme estera que proveía de sombra, una vieja lora caminaba de lado a lado en su trapecio de alambre y un pedazo de tronco, en ocasiones cuando se inspiraba cantaba como la misma María Callas, al pie de la puerta un perro chusco, pero con el envidiable nombre de “Sultán”, dormitaba recostado a la par de un enorme y vetusto cilindro donde se acopiaba la siempre escasa agua, un escalón más al fondo y al lado de la cocina la puerta al infaltable corral de las casas de antaño.
Un cuarto que servía de depósito de papeles, colgados de la pared, un latiguillo, aperos viejos de montar, un machete, una mesa con una anticuada máquina de escribir Remington, cortapapeles, tinteros, plumas, archivos judiciales y rumas del diario oficial El Peruano, todo esto último de mi abuelo político Teodomiro Sánchez Novoa, exjuez, abogado.
Abuelaa! enséñame unas fotos, ya hijito ya va! y regresa al cuarto, busca su manojo de llaves y se acerca a la cómoda, da dos vueltas al picaporte y abre un cajón, saca una lata cuadrada de chocolates sin chocolates, pero llena de fotos, recortes de periódicos.
-Este eres tú cuando tenías un año, me muestra un fotograma en blanco y negro, lo miro, no estoy convencido que sea yo.
-Esta es de tu papá, cuando trabajaba en carreteras con tu tío Oscar Ferré, mi padre sin bigotes, con un traje color kaki, botas de media caña y un sombrero de explorador al lado de una moto-niveladora.
– ¿Ese es mi papá? Si es el, está joven, creo que, de 19 años, ¡si esta joven mi papa!
Saca unos recortes de periódico
-Este es un poema que tu abuelo Morello escribió y lo publicó el Diario La Industria, tomo entre mis manos con sumo cuidado el papel amarillento, el tipo de letra ya no se ve, esa tipografía cayó en desuso por completo, no recuerdo en detalle lo escrito, pero me dije ahh… también escribía poemas. Me entretuve mirando las fotos por buen rato, unas en sepia y otras en blanco y negro con el recorte peculiar de los bordes, algunas del fotógrafo Pulache otras en formato 110, me fascinaba ver esa caja de fotos con su cuota de escapularios, estampitas de primera comunión y bautizo, también medallitas, después de un buen rato, devolví las fotos y estas volvieron al cajón y al doble paso de las llaves de la abuela.
De pequeño pasaba temporadas con ella, me llevaban de visita donde la tía Rosa que vivía en los altos del teatro Grau en el Jr. Junín, me dejaban medio dormido en uno de sus muebles blancos de mimbre mientras ellos iban a ver alguna película siempre en horario de noche, había dos funciones la que llamaban de “vermouth” a las 7 pm y la de noche a las 10 pm, muy raramente había funciones de matinee, en ese entonces el inicio del servicio eléctrico era a partir de las 5.30 pm, solo en contadas y especiales ocasiones había fluido eléctrico durante el día, entonces proyectaban alguna película en ese horario.
Tras la función regresábamos caminando de vuelta a la casa de los abuelos en el Jr. San Martín, cuando íbamos a la altura de la Plaza de Armas yo ya iba prácticamente sonámbulo y colgando del brazo de mi abuela, mis abuelos eran cinéfilos, mataban dos pájaros de un tiro, ella visitaba a su hermana Rosa y miraban una película de paso, todo esto hasta que los agarró un terremoto dentro del cine.
El miércoles 9 de diciembre de 1970, un fuerte sismo sacudió los departamentos de Piura y Tumbes, a las 11.45 de la noche. En total fueron 37 muertos y 205 heridos, la mayor destrucción se produjo en Querecotillo (Sullana)
Estaban ya casi al salir y mi abuela toda indignada le dice al abuelo:
– Ay Tiomi ay, ay pero que le pasa a esta gente, que atrevidos! jajajaja me imagino a la abuela, esta gente nos empuja! el abuelo consciente de lo que estaba pasando le contesta, no es eso, es que nos están empujando, está temblaaando!
No está demás decir que se llevaron el susto de su vida, tras esa experiencia se compraron un televisor y nunca más en su vida regresaron a un cinema. ¿Radicales los viejitos no?
Los recuerdos
Cuando pequeño le pedía ocasionalmente a mi abuela Dora una propina, con ese son o tono de lamento que usamos para rogar los norteños, ese tono que arraigado en nuestra garganta usamos especialmente cuando pedimos favores. ¿Acaso no lo usaron mis contemporáneos para pedir que nos dejaran entrar al cine, a la zona de delantero cuando no nos alcanzaba la plata, no lo usamos para pedir la propina al tío, al abuelo, a nuestros padres?… ¡Ya no seas malito! Dame un sol.
Recuerdo a mis amigos de siempre, los Souza, los tres inseparables hermanos, después que murió su abuelo Manuel, la sastrería de los Noblecilla quedó acéfala, entonces un familiar de ellos que ya estaba trabajando de aprendiz se tuvo que hacer cargo de esta, pero no tenía la experiencia de un maestro sastre, así que el tío Segundo hermano mellizo de Manuel llegó desde el Callao y estuvo todo un año en Paita enseñándole todos los secretos del oficio a Chale, eran los tiempos de planchas de carbón, tiza, metro y casimires.
Como decía en un principio, al morir Manuel ya no estaba la figura amorosa del abuelo, que los amaba, sobre todo, el Manuel de las propinas y de los abrazos y suaves regaños, Chale ocupaba su lugar ahora y eso se dio siempre en toda la extensión.
Sábado por la tarde 6.30 pasan los tres recién bañados en dirección al cine, pegan un silbo frente a la casa de don Justo Rambla, ¡Oee.. Pocho! Guárdame sitio, ¡Apuratee!, en verano los días son más largos, pero la función en el cine Fox empieza a las 7 pm.
¡Hola Chale! Dice Joe el mayor con mucha naturalidad, el entonces sastre levanta la ceja, lo mira y sigue delineando con la tiza, como quien no le da mucha importancia.
-Chaleee y alarga el nombre en modo ruego, ¡Dame para el cineee!, el chico se desespera y los otros dos hacen espíritu de cuerpo y lo apoyan.
¡Ya Chale da pal cine! Insisten usando el tono pedigüeño tan característico de los piuranos.
-Ya Chale no seas malitoo, Chale… Chale apura que ya empieza la película, este último sin mirarlos, frunce el ceño y replica:
-No, no tengo plata, inclinaba la cabeza sobre la pieza de casimir, hablaba sin levantar la cabeza, ¡Pidanle a Julio, solo yo doy todas las semanas…!
– Mañuco alega despacio: ¡Ve chi… gua!, ese nunca nos da, ¡es bien tacaño!
-Ya Chale, no seas malito.. rictus de angustia en los rostros, el tiempo avanza, todos han pasado, todos se han ido al cine menos ellos, la tarde parece más noche.
Volviendo a recordar esos instantes, creo que Chale disfrutaba torturarlos hasta el último momento, ya en el clímax de la hora, de la desesperación infantil, deja la tiza y el metro.
– ¡Bueno, bueno!, la próxima semana le piden a Julio y se metía la mano al bolsillo, tomaba un billete y unas monedas y les daba para el alivio de todos, Johnny con su cáustico modo de ser agregaba. ¿Y para el chicle? Chale ponía su cara de molesto e indignado… ¡Oye! y le levantaba una de las reglas en son de amenaza.
Johnny se reía, se le acercó y le dijo ya Chalecito, gracias, ¡Calla negro ándate ya!, y los corría, pero ya aliviados y con una sonrisa, todos salían en una sola carrera al cine antes que sus asientos, que eran cuidados por los fieles amigos pudieran ser ocupados.
El tonito ese de voz, creo que aún es efectivo, ¡creo que funciona hasta ahora!
Otro estilo
¡Dos soles! dicen que el “Pato” Saenz que era mi tío político casado con mi tía Matilde Ferré, era un bromista nato y tenía un gran sentido del humor.
Cuando uno de mis primos le pedía dinero:
– Papá dame cincuenta!no había respuesta…papá… ya no seas malito!
El replicaba:
– ¿Cuarenta?, ¿Para qué quieres treinta? sí con veinte te alcanza, dale 10 a tu hermano y me traes el vuelto! de ellos creo que quien mejor heredó su sentido del humor fue Harry que al igual que su padre es todo un personaje.
Ante el estilo peculiar de los norteños para pedir las cosas, algunos también saben sacar el cuerpo de manera graciosa.
El cuarto misterioso
Al fondo del cuarto de mi tía María Luisa mi abuelo tenía un cuarto que en mi niñez siempre vi con misterio, se accedía por una puerta de doble hoja, la mitad superior de estas eran ventanas cuadriculadas, habían sido cuidadosamente pintadas de blanco por su parte interna, así que no había manera alguna de ver que había del otro lado hasta que un día el abuelo me pidió que lo ayudara a pasar unos papeles al interior, la visita no duró más de dos minutos pero mis sentidos como un escáner barrieron su interior.
Observé varios juguetes de hojalata, carritos, barcos, anaqueles con expedientes amarillentos, ¡libros! muchos libros, una calavera! un cráneo entero y el omnipresente polvo por doquier, en un descuido en que él se alejó, en unos pocos segundos, tomé un real del bolsillo e hice una pequeña raspadura a la pintura.
-Ya, listo, ya terminamos y cerró nuevamente con candado el cuarto misterioso, lo que él no sabía era que ya podía atisbar dentro de la habitación a través de la rayadura en la ventana de vidrio.
-Bueno, era una pírrica victoria, pero victoria al fin para mi niñez.
Teodomiro Sánchez Novoa era un hombre de baja estatura, pero muy inteligente, era muy estricto pero creo que la aureola de hombre de leyes lo hacía verse así un poco más de la cuenta, era un buen hombre, era justo a mi entender, cuando me estancaba por algún dibujo muy complicado en mis tareas escolares, el cooperaba, era diestro en el dibujo, en la sala de la casa habían un par de oleos de su autoría, eran oscuros, melancólicos, tristes, creo que eran un poco el reflejo de su propia personalidad.
Mi abuela lo llamaba cariñosamente Tiomi, siempre salían juntos, ella más alta que él y para hacer más grave la diferencia ella acostumbraba usar pronunciados zapatos de tacón, poco le importaba la diferencia de estatura, como un hombre de gran formación siempre salía vestido de traje entero, hasta en las más informales reuniones, solo en el refugio del hogar vestía de manera casual.
Muchos desconocen (no tendrían por qué saberlo) pero Teodomiro Sánchez Novoa y Luciano Castillo, junto con Fernando Chávez León, fundaron en Paita, el 18 de octubre de 1930, el Partido Socialista del Perú después que Eudocio Ravines renombrara el original como Partido Comunista tras la muerte de Carlos Mariategui.
La despedida
Alineados seguíamos en la habitación de mi abuela con nuestra mejor vestimenta.
Finalmente, mi madre me señala con un gesto que me despida, la miro, pero no atino a entender
-Despídete de tu abuela! con la voz casi quebrada.
Doy un paso y me acerco, ella da otro y se inclina y nos abrazamos, observo con el rabillo del ojo a mi madre tratando de enjugar una lagrima, mi hermana menor no se contiene, la mayor cuando fue su turno de abrazar a mi abuela desató el llanto, la escena es casi de histeria colectiva todos lloran, yo incluido excepto mi abuelo Teodomiro que solo observa a un lado, a él también lo abrazo, murmura algo, pero él era inmutable.
El Viaje
A esa temprana edad no recuerdo mucho los pormenores del viaje, los momentos más emocionantes era al ascender por la Cuesta De Ñaupe, subir desde la planicie Olmana hasta las alturas en la sinuosa carretera, la antigua Panamericana Norte, después de eso el paso por el aromático Chimbote de la época, el tránsito sucedía en plena madrugada, pero sabíamos dónde nos encontrábamos por el sentido del olfato, para terminar el recorrido la cereza del pastel, Pasamayo! mi hermana no miraba por la ventana, le daba miedo las alturas, para mí era adrenalina pura ver el fondo del acantilado, el despliegue blanquecino de la espuma al romper las olas en la playa, en esos tiempos un viaje demoraba casi 18 horas o más, entonces era obligatorio detenerse a almorzar o cenar en los diferentes restaurantes de la larga ruta, cosas del pasado.
Al llegar a Lima nos esperaba mi padre que en un auto particular nos trasladó hacía el Callao, específicamente a Chucuito.
El arribo
Hay escenas, momentos, hechos que le quedan a uno literalmente impregnadas en el recuerdo como una marca, los años podrán pasar, pero no tendremos problema alguno para rememorar con lujo de detalles esos instantes, la llegada a nuestro nuevo hogar fue uno de esos eventos que se mantienen intactos.
Llegamos por la Av. Gamarra en un auto de esos de los años 50, fuertes pesados, amplios y ruidosos, doblamos a la derecha y nos estacionamos casi entre la boca calle de Gamarrita y el Parque Santa Rosa, salimos y nos estiramos observando la amplitud de este mientras el fuerte aroma de la brisa se hacía presente, esa brisa constante que acompaña a los chalacos cerca al mar.
-Papá ¿Cuál es la casa? ¿Aquella? señalando un edificio entonces de color gris y rejas de madera blanca, se me antojaba enorme.
– ¿Esa? casi con incredulidad… Si es aquella, pero es solo la segunda planta- ya todos estábamos situados sobre el parque, de pronto un tremor in crescendo al otro lado en la misma Av. Gamarra, era el tranvía que venía de La Punta, no recuerdo si eran de color gris o verde, pero si algo descuidados y desvencijados, serían entonces sus últimos recorridos y días de vida. Este al pasar la intersección desde la parte superior del trolebús, el artefacto que mantenía contacto con los cables de energía surgió toda una explosión de chispas, como un rayo al contacto del cable, me quedé inmóvil con la mirada fija en el vehículo que seguía rumbo al centro del Callao, no sé si asustado, boquiabierto o embelesado por lo que había presenciado, esa fue la primera gran impresión que me llevé como neófito provinciano.
Subimos presurosos la amplia escalera que doblaba en ángulo recto para acceder al segundo piso, a descubrir nuestra nueva morada, lo primero que veíamos era un largo pasillo que daba hasta la parte posterior de la casa, el piso de amplios mosaicos cuadriculados, a mano derecha había un acceso al área del comedor y a un baño principal, este tenía una enorme tina de hierro aporcelanado.
-Que sed que tengo! mi hermano menor abrió la llave y empezó a tomar agua directamente de él, ¡ufff! escuché mientras devolvía el líquido, ¡Está salaadaa!, segunda gran impresión el agua de Chucuito era absolutamente salobre, imposible de beber.
Las diferentes playas de esa parte del Callao hasta la Punta y Cantolao no tienen arena, en lugar de esta hay infinita cantidad de cantos redondos, como piedras de río, era difícil al principio, pero Paiteño pata salada camina en cualquier superficie. Las chalanas varadas en la orilla eran tan diferentes, no como las de Paita con su delineada quilla y su popa recta, estas parecían un seca-papeles, feas, se veían extrañas, pienso que sería por el oleaje de la zona. Si eran feas.
El tranvía era parte del paisaje urbano chalaco hasta el año 1965, en diciembre de ese mismo año los tranvías en general desaparecieron del sistema de transporte de Lima metropolitana y el Callao, mi madre nos había enseñado a tomarlo, mi hermana mayor y yo lo usábamos para ir hasta el colegio Santa Margherita, el colegio italiano donde mi padre nos había matriculado a todos, tomábamos el tranvía en la esquina de Gamarra que era la avenida principal que atravesaba el lugar y Chauchamayo, esa calle que iba a dar hasta la Mar Brava, además de tomar el tranvía en esa esquina, cruzábamos Gamarra también para comer un delicioso choncholí, esa tripita a la plancha que mi paladar había descubierto y allí lo preparaban a diario.
Para asistir a la escuela mi hermana usaba un traje azul marino con chaleco y una especie de boina, los varones usábamos traje entero gris y corbata color guinda, una insignia metálica de bronce con las banderas peruanas e italianas iba cosido en el borde superior del bolsillo del traje, al subir al tranvía yo guardaba los boletos, ocasionalmente pasaba un chequeador que perforaba estos con un alicate sacabocado, nuestro recorrido era un poco menos de un kilómetro, de la Av. Gamarra pasaba frente a la Gran Unidad Escolar Dos de Mayo que colindaba con la calle Estados Unidos al lado de los astilleros de Maggiolo, seguidamente dejábamos atrás el imponente fuerte del Real Felipe, avanzábamos hasta Sáenz Peña donde bajábamos y seguíamos a pie hasta Alberto Secada donde estaba ubicado nuestra escuela.
¡Bon giorno signorina!
Teníamos que saludar en italiano, la maestra nos hacía rezar en el mismo idioma el padre nuestro, algunos estudiantes eran peruanos de descendencia italiana, pero todos sin excepción eran chalacos, los lunes por la mañana en la formación se iniciaba la semana cantando ambos himnos.
¡Fratelli d’Italia,
l’Italia s’è desta,
dell’elmo di Scipio
s’è cinta la testa….
-Seguidamente.
Somos libres, seámoslo siempre
y antes niegue sus luces el Sol,
que faltemos al voto solemne
que la Patria al Eterno elevó.
Pero al concluir este último, todos los niños, adolescentes, maestros y tutores al unísono gritaban con voz retumbante: Chimpún Callao!
-Tenía que ser así, era la re-afirmación de su identidad chalaca.
Mi maestra era una señora -estimo- de casi 55 años de edad, se llamaba Irlanda Geriola Borrani, italiana, muy dulce y cariñosa de pelo completamente cano, usaba un tinte lila que evitaba que el amarillo se impusiera a su perfecto cabello color blanco, mi maestra fue una persona muy especial a la que nunca olvidé por su bondad y cariño para con todos. Ella era un ángel…por otro lado en Paita Guillermina Negrini, era canosa, pero… ustedes saben, ella adoraba las patillas!
Mi hermana mayor sufría de mal de patria, extrañaba en demasía a mi abuela así que tiró la toalla y regresó a Paita a los 6 meses, mi autoestima creció cuando empecé a tomar el tranvía solo, pero eso duró hasta finalizar el curso lectivo, en Diciembre del año de 1965 durante el gobierno del Arquitecto Fernando Belaúnde Terry el tranvía cesó de funcionar, al año siguiente cuando dio inicio al curso lectivo mi madre me daría dos soles para el colectivo, abordaba los pesados y oscuros colectivos que iban por Saenz Peña, siempre quedo impregnado en mi mente esa característica mezcla de olor a cuero y gasolina, algunos parecían los carros de Elliot Ness en Los Intocables, para entonces ya habían irrumpido en el paisaje urbano los Bussing alemanes, que eran como los Concorde del transporte público de esos días, pero seguí con los colectivos que igual me dejaban en la Saenz Peña, en eso se me iba un sol.
– ¿Y el otro sol?
-Ahhh, el otro sol me lo devoraba en golosinas, manzanas confitadas, maní garapiñado, sanguito que vendían en las afueras de la escuela, claro mi mamá nunca se enteraba, para regresar a casa cruzaba de la Alberto Secada cerca al YMCA, pasaba frente a la piscina Daniel Carpio, iba bordeando la parte posterior del Real Felipe, dejaba a un lado el Club de Cabos y Marineros y salía al lado de la Concha Acústica por Fanning y llegaba a Gamarra, el parque estaba apenas a 300 metros y ya estaba en territorio amigo.
La primera navidad que pasamos en ese lugar tuvo un sabor especial, un árbol de navidad lleno de bombillas, de collares de bolitas de vidrios multicolores, adornos y una estrella brillante en lo alto, nieve artificial en la base y muchos juguetes, recuerdo que escribimos nuestra carta a Papa Noel, esa navidad llegó mi abuela Chona a visitarnos, mi abuela materna, originaria de la Huaca, de pelo canoso y gesto algo adusto, supe que llegó pues al regresar de una salida encontramos una fuente llena de aromáticas uvas de mesa, duraznos, manzanas.
– ¡Quien trajo esto? ¡Su mamá! señora Feli contestó la chica que ayudaba a mi madre en las tareas domésticas, más tarde llegó, fue una alegría ver a mi abuela después de casi un año, mi abuela materna era de armas tomar, no le gustaba hablar mucho, o te alineabas o bajaba el San Martín que colgaba de la pared, era estricta, pero en el fondo era muy amorosa, a su manera claro.
La Huaca
Debe haber sido en 1961 o 1962, fuimos con mi abuela a la estación del ferrocarril, esta quedaba para los que no alcanzaron esos tiempos al costado de TPE, por la salida hacía la parte alta, se agolpaban en la entrada vivanderas, niños vendiendo todo tipo de golosinas como gofios, manjar blanco, acuñas, frutas etc. mi abuelo era empleado en Paita del ferrocarril entonces.
Subimos al auto vagón, este era autopropulsado y no requería de una locomotora que arrastraba mayor peso y estaba destinada para tirar de más carros, apenas tengo noción del viaje pero aún me visualizo en su interior, mantengo esa imagen en mis pensamientos, tendría apenas unos 4 o 5 años, transcurrido el viaje recuerdo a nuestra llegada a la Huaca un corralón con caballos y mulos, una casona amplia, un pequeño de mi edad al que llamaban “Centavo” a quien veía jugar a los trompos, después un familiar llegó montado a caballo y dirigiéndose a mi abuela le pidió permiso para llevarme a Tamarindo.
– ¿Quieres ir? preguntó el jinete, que era un familiar de mi abuela, miré al joven en la grupa de la bestia, veía el resoplido y agitación del cuadrúpedo y yo hipnotizado ante la presencia del animal no atinaba a responder.
– ¿Quieres ir? preguntó mi abuela a manera de insistencia, en un instante imaginé una escena de cowboys, acampando y con una fogata en la noche, me acerqué más al lado de ella.
¡Ve! No, abuela, no voy a ir, no quiero, ¡me voy a quedar! dije nerviosamente, no! no iba a acampar en la noche me dije mentalmente.
– ¡No abuela, no quiero ir! mi precoz imaginación se impuso y el jinete se alejó, Tamarindo está solo a 4 km. hubiera sido un buen paseo, pero ya saben, cosas de niños.
Era el año 1966 y sería mi último año en Chucuito, en el periodo de Belaúnde se devaluó el sol y Les Batignoles se largó del Perú, mi padre sin un trabajo estable decidió que debíamos regresar al norte, atrás dejaría a mis amigos, los hermanos Oscar, Cato y Aida Naters a mi compañero de salón Chicho Trippe, atrás quedaría una etapa significativa de mi niñez en Chucuito, en el Callao, regresaba a mi puerto querido, a Paita, a reencontrarme con mis amigos de siempre.
Bonus track:
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