Annobón es una isla que pertenece a Guinea Ecuatorial, pero es en realidad su territorio más alejado y está cerca de Santo Tomé (120 millas) dentro del Golfo de Guinea a unas 350 millas al suroeste de Bata una de las ciudades más grandes de uno de los dos países africanos hispanos parlantes de África (el otro es la República Árabe Saharaui Democrática), ambos ex-colonias españolas.
Los meses de julio y agosto habían sido escasos de pesca o nuestra suerte estaba de capa caída, los atuneros Cabo San Lucas y el Tuna Oro Tercero fondeamos en la bahía de San Antonio de Palea en la isla de Annobón, existía en esos días un viejo espigón por el cual accedíamos a la playa, en la parte superior y en un terreno elevado se destacaba claramente entre la vegetación un antiguo edificio que daba cobijo a la Misión Católica.
En el Annobón de 1983 no existía entonces ningún tipo de control portuario, ni aduanero ni policial, así que cualquiera de los barcos atuneros que faenaban en el inmenso y amplio Atlántico oriental entraban a la isla como Pedro por su casa, para hacer honor a la verdad no había ningún motivo relevante como para llegar a la isla en cuestión, si no fuera por un tema puramente de ocio o esparcimiento. No es nada inusual hacer un alto en las faenas por un breve momento, eso otorga un descanso merecido del “stress” propio de una marea larga y lo peor de todo el agobio que produce no contar suerte en las capturas. Lo cierto es que ambos barcos a falta de pesca largaron ancla en la bahía de San Antonio de Palea de Annobón en la lejana Guinea Ecuatorial, buscando un momento de esparcimiento… ¡Pero oiga …si aquí no hay nada!
Una vez el ancla afirmada, el motor del hidráulico se apaga con un pequeño zumbido y solo queda el ronroneo de los motores auxiliares sempiternos y cansinos, era medio día y era casi la hora de la campana llamando al rancho.
De pie algunos y recostados otros sobre el molinete del winche de babor observamos como revienta la ola en la playa a no más de media milla, el Cabo San Lucas nos queda por la banda de babor, las líneas veteadas amarillentas del oxido destacan sobre el color blanco de su estructura, las aguas son calmas, subimos al puente y usamos los telescopios para curiosear y ver a larga distancia el aspecto de las construcciones y habitantes de la isla, a lo largo de la playa una hilera de canoas y jóvenes y niños negros caminan otros corretean, un par de cayucos se acercan a nuestra embarcación, levantando la vista destaca la blancura del edificio de la Misión contra lo verde del paisaje, este contrasta con la precariedad de las pequeñas casas y sus techos de zinc y unas chabolas de paja que se recortan contra las palmeras existentes.
Bajamos a la cubierta principal, dos canoas han sujetado sus líneas de proa en la escala cercana al pescante, dos jóvenes de pie en una y otro negro de más edad en la otra, el adulto pide permiso para subir en perfecto español, los jóvenes lo siguen, extienden la mano de manera amistosa.
– Buenas tardes su merced, si vuestra merced quiere puedo cambiar esta talla de ébano por “savon”, el adulto mira a ambos lados como cuidando que nadie lo observara y casi de manera asolapada o como cuando alguien te cuenta un chisme, dice: Señor si usted me da “savon” o pilas para la radio y yo le consigo marihuana, mujeres, todo le consigo a su merced.
Los tripulantes africanos se enfrascan en una conversación con los muchachos que dominan el idioma galo, el cual es de los más comunes en todo el continente africano, legado de una amplísima colonización por los franceses y belgas.
– Le indico a uno de los chicos… hablas muy bien francés aparte del español (este tenía un dejo a español colonial), contesta el chico ¡Si señor! Trabajé por un tiempo en Libreville, muchos hablamos francés aparte de español, le alcanzo un refresco enlatado el cual guarda en una bolsa que pende de su hombro derecho.
– Un español escucha y sonríe y exclama, ¡Joder Jonkepa que aquí está a la venta los porros, joder hasta mujer te van a dar, ahora de dónde vas a conseguir jabón, el cocinero se acerca y se percata de la conversación y señala: ¡Me cago en Dios! ¿Y por qué queréis jabón? pregunta Paco el gallego, quien era el cocinero abordo.
– Señor, para lavar la ropa el problema es que a esta isla viene un barco desde Bata cada 6 meses, y los suministros se terminan, se termina el jabón, las baterías para las radios, la cerveza, todo es escaso ahora debemos esperar al barco que trae provisiones un par de meses más.
El jabón es como oro aquí continúa quejándose el negro adulto mientras gesticula para dar más énfasis a sus palabras, por eso les digo que les puedo conseguir una, dos y hasta tres chicas, lo que me pidan insiste como apelando a la lascivia de los marineros, el cocinero escucha y como él era el que administraba todo el tema de detergente, afirma:
-Les daré más tarde cuando baje a tierra, pero ya había un tripulante que se le había adelantado con unas pastillas de jabón que venían dentro de las cajas de detergente y las había cambiado por una talla de “ébano”.
– ¡Mas tarde macho! insiste el cocinero y baja presuroso a la lavandería a asegurar con candado el despacho de detergente.
Los jóvenes regresan a la playa con su trofeo, un par de pastillas de jabón, el otro seguía intentando conseguir entre la tripulación sin resultado, resignado se despide y nos invita a bajar a tierra, los espero, me llamo Bonifacio Mekuy, vivo en la segunda calle, pregunten por mí, uno de los tripulantes le regala un paquete de tabaco, se aleja remando hasta alcanzar el viejo espigón. Sopla una leve ventisca en la bahía mientras la tarde va cediendo al crepúsculo, las luces de cubierta se encienden a la espera de la noche.
Nuestro capitán declinó bajar a tierra, en cambio el del Cabo San Lucas bajó con su tripulación, lentamente y casi a tientas caminaron por la deteriorada estructura que hacía de muelle, el resplandor de las luces de ambas embarcaciones destacaba en lo oscuro de la bahía, había mexicanos y españoles entre la mayoría de tripulantes, más tarde bajamos nosotros, el que se quedó a bordo fue el hombre de guardia que tendría a cargo el “speedboat” para recogernos más tarde.
Los más entusiastas eran los vascos y gallegos, había un andaluz con años de experiencia faenando en África, rubio, fumador y que hablaba hasta por los codos, parecía que ya había estado antes en la isla, hombre si queréis follar te lo digo yo macho, ¡Aquí el que no folla es porque no quiere!
Ya encaminados por las callejuelas arenosas, la tripulación tomo por asalto el pequeño poblado, la visita de los extranjeros provocaba una conmoción de pura curiosidad, niños , mujeres, jóvenes, adultos seguían como en tropel a donde iban los tripulantes, todos tenían algo que pedir pero no todos los tripulantes tenían algo que obsequiar, excepto por Paco, muy oportunista él había acopiado aprovechándose de su condición de cocinero y dueño absoluto de las gambuzas y almacenes de una caja de cartón llena de pastillas de jabones, el jabón que usábamos en la lavandería venía en unos potes cilíndricos largos de cartón y como extra de regalo una pastilla de jabón solido de color verde y con olor a limón.
¡Soy el puto amo de la isla se ufanaba el gordo y desaliñado cocinero! Mientras una gavilla de bulliciosos niños lo rodeaba y entonaban un canto !Savon, savon, savon!, el cocinero obligado repartía estos como los payasos en las ferias o los circos cuando tiran golosinas a las tribunas, corrían y se revolcaban por una pastilla, repartió algunas más y después alejó a los pequeños.
¡Hombre si me quedo sin jabón no follo mientras abrazaba su bolsa con algunas pastillas dentro, se dirige a mí y me dice: ¡Vente conmigo que algo nos saldrá! Caminamos juntos, yo llevó un par de latas de refresco y un poco de tabaco conmigo, algo que me quedaba de unos paquetes que compré en Las Palmas, de eso ya le había dado uno al viejo Sitafá.
Avanzamos entre el tumulto, las mujeres cubrían su cabeza con una pieza de tela como si fueran mantillones largos, como si fueran tapadas limeñas en ese lugar tan remoto, algunos grupos se congregan en una área abierta que parece ser el centro del poblado, el gentío se concentra en las afueras de un pequeño local, veo tripulantes, pero curiosamente hay luz y escucho música, sin embargo el resto del poblado se mantiene a oscuras, Paco y yo nos acercamos sorteando la aglomeración, en efecto algunos tripulantes fumaban en las afueras y bebían cerveza, el interior lleno de huno y alcanzo a observar al negro Ulises bailando con una chica que no descubría su cabeza, el negro sudaba, le levanté la mano y sonrió mientras se enroscaba en un paso desconocido de una música que no recuerdo.
Se acercó a la puerta y nos dice: Hace demasiado calor, pero hay dos cajas de cerveza y unas cuantas botellas de licor, han puesto a trabajar un pequeño generador sino como armábamos la fiesta y el negro se sonríe y regresa a seguir bailando con una negra desconocida.
La cacería fallida del cocinero
¡Vamos a otro lado! me pide Paco
-Sí vamos, aquí no hay nada-, nos paramos en medio de la calle observando los diferentes grupos de mujeres que curioseaban, de pronto un grupo de unas cuatro se detiene y una de ellas me señala y da una especie de gritos como de asombro, todas sonríen, pero ella que parece una persona en sus 30 años sigue hablando en un dialecto que no entendía y haciendo gestos de asombro y señalándome.
– ¿Qué le pasa, que le sucede? Una de las jóvenes me habla en español y dice.
– Ella jura que tu ¡Eres idéntico a su marido!
– ¡Esta loca! ¿Como voy a parecerme a su marido? ¡Si soy blanco respondí!
– La mujer no dejaba de gesticular, Paco por otro lado me decía a modo de broma. ¿Qué esperas?
– ¡Oiga mi estimado Don Constanzo! ¡Ahí tiene el polvo asegurado! No sin decirlo con una sonrisa socarrona.
– ¡Vete a tomar por el culo! Paco no dejaba de carcajear, finalmente la mujer se calmó y el cocinero se acercó a una de las chicas y le dijo, ven acércate sin miedo, la muchacha levantó la mirada de forma tímida y se acercó.
-Ven, más cerca de mi le dijo el gallego, la tomo de la mano y de manera suave, pero nada sutil prácticamente la conminó a que se sentara muy cerca de él.
– ¿Como te llamas? ! ¡Juanita! contestó ella casi con un susurro que se me antojó a mí que más que timidez era algo de miedo del gordo y nada acicalado cocinero.
– Ahh ¿Solo Juanita? No. Juanita Santos -respondió nuevamente con una voz casi imperceptible-, el cocinero la miraba de pies a cabeza, la chica acomodaba su túnica y miraba al frente con los ojos casi fijos, la mujer de los gritos y sus demás compañeras la habían dejado sola confiadas en la numerosa cantidad de curiosos alrededor del lugar.
– ¡Toma, esto es para ti! Y le alcanza una lata de soda carbonatada, ella lo miró y casi dubitativa estiró la mano y la tomo para sostenerla entre su regazo, el cocinero se arrimó y le tomo la mano, era evidente que la chica no se sentía cómoda y he aquí que el gallego iniciaba su sondeo y posterior ataque.
– ¡Juanita! Porque no vamos a dar una vuelta por la playa, ven conmigo solo una vuelta como amigos le decía el lascivo cocinero, la chica en su voz bajita y casi suplicante respondía: ¡No puedo! pero, ¿Porque no puedes? contraatacaba el gordo.
– Me duele la pierna, apenas puedo caminar…Paco se voltea hacía mí, vira los ojos como indicando incredulidad. ¿Qué piensas? Me pregunta.
– Que te puedo decir, debe tener algún problema, déjala, no la molestes, no nos vamos a quedar toda la noche aquí le reclamo de manera impaciente, al notar que sus impulsos y arrestos serían inútiles se acerca a la agraciada chica, mete la mano en su bolsa y saca cuatro pastillas de jabón, se las entrega, cuídate Juanita, esta última sin cambiar su expresión de santa martirizada ensaya un gracias que se pierde en la oscura noche de la isla. Antes de separarnos le doy un poco de tabaco y le pregunto, ¿Para quién es el tabaco? Para mi abuela -responde-, no se consigue ninguna clase de tabaco en la isla. Fue afortunada y sobrevivió ilesa al ataque nada disimulado del gallego.
– ¡Cagooo en Diooos! -resuella el cocinero-, habrase visto en esta puta isla todo el mundo se enferma de la pierna, joder que mejor me voy al barco, ya en el camino de vuelta al espigón se dedicó a repartir todas las pastillas de jabón al tropel de niños que lo seguían como al flautista de Hamelin. Fin de la noche para el gallego.
– Me encuentro con un grupo de vascos, entre ellos Infernu, un tripulante petiso que trabajaba en el departamento de máquina, todos fumaban a la vez, uno de ellos recuerda la conversación con Bonifacio y me pregunta:
– ¿Dónde es que vive el negro, el que fue en la canoa?
-Ni idea -respondo-, si recuerdo que dijo que en la segunda calle a la izquierda saliendo del espigón, preguntamos a uno de los locales, nos indicó la calle y nos señaló una pequeña arboleda, la puerta al lado es la casa de Bonifacio, nos dirigimos hacia ella, se notaba la tenue luz de un candil y una negra joven, estimo yo de unos 21 o 22 años, eso me pareció en la oscuridad.
– ¡Buenas noches! -saludé-, la muchacha responde en perfecto español con un ligero acento propio de los guineanos. ¡Buenas noches señores! ¿Qué le trae a su merced a esta casa?
-Buscamos a Bonifacio, él estuvo temprano por la tarde a bordo y dijo que viniéramos a buscarlo, ¿Se encuentra en casa? No, -explica- salió hacía Santa Cruz, pero aún no llega. (Santa Cruz o Aual está situada justamente a unos 5 km al sur oeste de la villa de San Antonio), donde estaban fondeados los dos barcos atuneros.
– La observo y veo unos ojos almendrados, y sonrisa generosa, siempre que hablaba sonreía, era muy agraciada, me acerco y si bien tenía la duda por la juventud de la muchacha, le pregunté como quien no quiere la cosa.
– ¿Que es de ti Bonifacio? Responde con una sonrisa más amplia aún.
– ¡Es mi esposo!
La diferencia de edad era notoria, Bonifacio podría haber tenido un poco más de 42 años.
– Intenté halagarla- y dije: ¡Pensé que eras su hija!
– Esta vez una pequeña y gorgojeante carcajada escapó de su garganta, entonces me acerqué, los demás tripulantes conversaban afuera y veían pasar la gente que con el pasar de la noche se hacía más escasa, no me armé de valor, porque tenía la presunción errónea de que por ser blancos ellas morirían por uno, pero eso no sucede en la realidad, nos ven como advenedizos, como foráneos, como extranjeros muy diferentes a ellos y a sus costumbres. Seguí acercándome, mi excitación iba en aumento y era notoria, por primera vez ella me observó de frente y noté un gesto de cautela en su mirada.
– ¿Sabes? No puedo aguantar más esto, me desespero, deseo acostarme contigo, no puedo esperar más, la tomé por la mano y acerqué su diestra a mi entrepierna, creo que su sentido de compostura y amabilidad no cambió ni un instante, retiró su mano, pero no mostró molestia.
-Espera un poco, -con un tono algo conciliador- quizás más tarde venga Bonifacio, él te conseguirá una chica, tienes que tener paciencia me dijo sin dejar de sonreír.
-No lo entiendes, estoy a punto de explotar, no podré esperar a que venga Bonifacio además tú estás hermosa, hazme feliz, solo será un momento, ellos se quedarán afuera y no tendrán que decir nada, mientras señalaba con la mirada a Infernu y los demás tripulantes.
– Tienes que tener paciencia y calma -insistía-. Comprendí que estaba pisando terreno que no me era permitido, que estaba trasgrediendo completamente su dignidad y que ella por más simpática que fuera, se mantenía firme y considerada para con su marido y que jamás cometería ni la torpeza ni la locura de un desliz pasajero. Se instauró un largo silencio, una tregua silente en el claro oscuro de la pequeña casa, finalmente los arrestos de impetuoso animal cesaron y la cordura se impuso, salí a fumar un cigarrillo, al cabo de un momento regresé al umbral de la puerta, extendí la mano, estreché la suya y nos despedimos.
¡Gracias! Dije mientras entrecerraba los ojos casi en resignación, ella siguió sonriendo como en un principio, di media vuelta y me dirigí al espigón, mientras caminaba podía escuchar los gritos de los marineros borrachos perturbando de manera inusual la casi siempre tranquila noche de Annobón.
En el trayecto al sitio de embarque me encontré con el andaluz parlanchín, para él, parlotear era un asunto de vida o muerte, era su esencia, como para el pez el agua, para el rubio ibérico era necesario hablar sin medida.
El tico Ulises ya se encontraba con nosotros de regreso al igual que la mayoría de la tripulación, todos haciendo señas al atunero que destacaba con sus luminarias la bahía, cuando lo ve el andaluz les pega el grito a 100 metros.
– ¡Negro, la hostia! ¿Follaste o no? En la oscuridad la risa del centroamericano destaca aún más su dentadura.
– Noo mae, no me salió nada, eso sí baile como un descosido, pero no nada de nada -explica el negrito Ulises- y vos pregunta al andaluz.
– Pues joder que buen chollo me he metido, ¡me cago en diez!, me he conseguido una morena que me ha dejado hecho una madeja y me ha mandado temblando, -continua el español narrando con desparpajo y sin freno su hazaña- pues mira no es primera vez que he estado aquí, lo que pasa es que la chica quería dinero y lo que es duros no tenía nada, ni una mísera peseta -explica con fervor-, cuando le he dicho esto se ha molestado, finalmente la he calmado y le prometí un juego de sábanas para mañana, solo así se ha calmado, ¡La hostia!
– El tico se sonríe y le dice, pero que sábanas le vas a llevar si el zarpe está previsto para el amanecer.
-Pues macho yo hago lo mejor que puedo si el barco sale temprano, no será mi culpa y enciende un cigarrillo muy despreocupado, para eso ya el bote con motor fuera de borda se acercaba y con sumo cuidado en la noche trepamos a bordo, en el atunero un grupo subió por la escala y los tres restantes fueron izados en las lanchas directamente con los pescantes. Todos a dormir con excepción de los de guardia.
– Escuché casi lejana el sonido de la campanilla para levantarnos, encendí la luz de la cabina y me incorporé lentamente, fui a los servicios higiénicos, el barco ya navegaba, había buen tiempo, apenas un ligero balance que te hacia recostar contra los mamparos, era hora de desayunar y empezar la jornada, sobre una cubierta de hule troquelada que amortiguaba los ruidos de los pasos en el largo pasillo hasta el comedor, observe a través de la ventanilla de rigor en la puerta de acceso, el aire acondicionado había producido una fuerte condensación en los modernos y rectangulares portillos del comedor, el aroma del café era augurio de un buen día, eso pensaba yo, pero no lo iba a ser para el andaluz.
A media mañana, desde el helicóptero el capitán avista un cardumen, nos ponen sobre aviso y todos de inmediato pasamos a modo atentos o “stand by”, largamos la red con normalidad, después de recobrar la jareta empezamos a rolar el aparejo, en esos días aún se usaba el “ring stripper” o trompa de elefante, en el cual se insertaban todas las anillas, algunos contramaestres acostumbran colocar una línea desde el inicio de los anillos al final de la cubierta a un punto fijo en la cubierta en un ángulo a manera de defensa para que los anillos no golpeen al tripulante que se encargaba de estibar la cadena, pero en esta embarcación en particular (preferencia del jefe de cubierta) se usaba la pieza lateral de un neumático viejo sujeto por un cable a l apunta del “ring stripper“, lo cual no permitía que el anillo saliera de forma intempestiva, lamentablemente es día por algún imprevisto, el anillo no pudo ser contenido por el artilugio con tan mala suerte que golpeó al andaluz en el lado derecho del tórax a la altura de las costillas, el golpe fue de tal fuerza que lo hizo desvanecer, el capitán bajo de prisa y usando su cuchilla cortó el impermeable que usaba el tripulante para poder levantarlo de manera libre, de inmediato lo ingresaron a su cabina donde se recuperó al cabo de unos días, felizmente solo había sido un fuerte golpe.
Al cabo de un día el accidentado marinero ya caminaba lenta pero quejosamente por los pasillos del barco completamente fajado desde la cintura hasta sus pectorales.
Sus colegas españoles hacían bromas sobre el accidente sugiriendo una connotación maléfica, insinuando que se había originado en la maldición de la negra de Annobón, quien se quedó esperando por el prometido juego de sabanas.
Historias y quizás exageraciones de los marinos, se dice, pero lo que es cierto, es que al andaluz parlanchín nunca se olvidó de lo desafortunado de ese maldito polvo.
Golfo de Guinea, agosto de 1983