Cuando a veces camino por las maltrechas calles de nuestro pueblo -¿O debería llamarlo ciudad?- voy pasando de acera en acera, esquivando a quien se me acerque en cualquier lugar -¡Distancia social, camaradas!- la mayoría desconocidos, a algunos que tal vez son mis amigos, el barbijo no me permite reconocerlos, me ha tocado en las escasas oportunidades que he salido desde el inicio de esta opereta llamada “pandemia” que me he cruzado con varias personas quienes levantan su brazo de manera amical en señal de saludo, dudo por un instante; sin embargo, la cortesía obliga y también lo levanto, no tan efusivo, pero hay que devolver el gesto “por si las moscas” el bicho, el virus o COVI como quieran llamarlo aún ronda por doquier, pero no me hará perder las buenas maneras ni la cortesía, aunque la creciente miopía no ayuda mucho para mantenerse en esa línea coherente del buen trato.
El grado de conciencia en alguno de nosotros cuando deambulamos por el centro de la ciudad se mantiene muy despierto y alerta, el mío es avizorar unos 50 metros adelante como se va moviendo la gente, tomando nota del flujo, si hay mucha aglomeración en la Junín mejor voy por el aireado malecón, y continuamos como radar escaneando todo lo que está en 180 grados al frente nuestro, como el juguete ese del perrito porfiado, nuestra cabeza hace un vaivén de izquierda a derecha… casi con ojo de “cofero” nos damos cuenta a la distancia si el sospechoso trae bien o mal puesto el tapaboca, si por casualidad o por negligencia lo traen como insignia de regidor colgado al pecho, o como tapa-papadas, si es así entonces inicio un ligero cambio de rumbo, yo mismo soy mi timonel y me aparto del punto de colisión.
El componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos
Nuestra salud mental se ha visto afectada sin duda alguna, muchos nos decimos fuertes no obstante sentimos que tras pasar ya casi 5 meses nos percatamos del grado de aislamiento en el que vivimos, antes con solo caminar por un par de calles rompíamos esa reclusión a la que nuestra ciudad nos ha ido acostumbrando de manera perniciosa, mucho antes de la pandemia, la rutina, el ruido, la insípida y escasa vida social y por qué no decirlo la poca oferta cultural y lúdica no ha ayudado mucho, lo único que nos lanza un salvavidas es la espontánea determinación de crear, de emprender cosas nuevas, de resistirnos a caer en la maraña sigilosa de una mente cansada, agotada y sobre todo deprimida.Y entonces casi que como desapercibida, – sigilosa si se quiere- aparece la lectura, las historias, las novelas, los cuentos o crónicas, los pequeños poemas, mejor aún el viejo y olvidado libro que retomamos y revalorizamos, después de haberlo condenado al ostracismo de un anaquel o un cajón en la oscuridad de un altillo empolvado.
Y redescubrir que podemos evadirnos a esta monotonía cansina de las mismas calles, tal como lo hacía en la adolescencia siguiendo a prudente distancia a Salazar Bondy en sus salidas en “Pobre gente de París”, me fui detrás de él, caminando por Montparnasse y la cuesta de Monmartre o el paseo a los Champs-Élysées, del extraño inicio de su aventura amorosa y su encuentro doloroso con la infidelidad, algunos libros son oscuros y tristes, otros te dan aliento y ánimo, cada uno es libre de escoger su suplicio o su nirvana particular.
Trayendo al recuerdo tantos libros leídos y lo que van dejando en uno, desde los “comics” de la infancia, y las enciclopedias de los tiempos de estudiante, ese primer “bocadillo” o abrebocas a la cultura mayor, a los placeres desconocidos de solazarse en un rincón con un libro y la capacidad de evadirse y viajar sin restricción.
No hace mucho recibí una llamada de una estudiante haciéndome una consulta sobre temas históricos, yo ni por asomo soy historiador, pero a veces las canas tienden a confundir la longevidad con la erudición, ni eso soy, ni acumulador de historias como algunos que ya he conocido, algunos que viven sumergidos en el egoísmo del conocimiento. Me recuerda a aquellos viejos contramaestres en los barcos atuneros que se escondían para hacer costura de “samson”, “solapas” les decía, solamente observaba – y como novato que era preguntaba- ¿Por qué se esconden para hacer una costura?, la respuesta iba más o menos así: Es que si alguien más aprende, le pueden quitar el trabajo. ¡Vaya, vaya!
¡Compartir, enseñar, impartir, diseminar, sembrar, es dar luz, como Prometeo dio el fuego a los mortales! Eso es lo que el conocedor, el poseedor del conocimiento, debe hacer, como la figura mitológica que robó el fuego de los dioses para compartirlo con los humanos.
Esa subcultura, esa pseudo filosofía de acaparar como avaros el conocimiento y no compartirlo me esclarece y confirma más allá de toda duda sus comportamientos, – imagino sus íntimos pensamientos- en un pueblo de incultos o poco educados estaré siempre arriba, seré el mejor, nadie podrá arrebatarme el podio de la erudición.
¡En la tierra de los ciegos el tuerto es rey!
De Prosas Apátridas, una de sus pequeñas, pero no menos significativa entre las obras de Julio Ramón Ribeyro, hay un extracto que retrata casi fotográficamente la mezquindad y avaricia cultural de algunos “eruditos locales”.
«Lo fácil que es confundir cultura con erudición. La cultura en realidad no depende de la acumulación de conocimientos, incluso en varias materias, sino del orden que estos conocimientos guardan en nuestra memoria y de la presencia de estos conocimientos en nuestro comportamiento. Los conocimientos de un hombre culto pueden no ser muy numerosos, pero son armónicos, coherentes y, sobre todo, están relacionados entre sí. En el erudito, los conocimientos parecen almacenarse en tabiques separados. En el culto se distribuyen de acuerdo a un orden interior que permite su canje y su fructificación. Sus lecturas, sus experiencias se encuentran en fermentación y engendran continuamente nueva riqueza: es como el hombre que abre una cuenta con interés. El erudito, como el avaro, guarda su patrimonio en una media, en donde sólo cabe el enmohecimiento y la repetición. En el primer caso, el conocimiento engendra el conocimiento. En el segundo, el conocimiento se añade al conocimiento. Un hombre que conoce al dedillo todo el teatro de Beaumarchais es un erudito, pero culto es aquel que habiendo solamente leído Las bodas de Fígaro se da cuenta de la relación que existe entre esta obra y la Revolución francesa o entre su autor y los intelectuales de nuestra época. Por eso mismo, el componente de una tribu primitiva que posee el mundo en diez nociones básicas es más culto que el especialista en arte sacro bizantino que no sabe freír un par de huevos»
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