El Viaje
A esa temprana edad no recuerdo mucho los pormenores del viaje, los momentos más emocionantes era al ascender por la Cuesta De Ñaupe, subir desde la planicie Olmana hasta las alturas en la sinuosa carretera, la antigua Panamericana Norte, después de eso el paso por el aromático Chimbote de la época, el tránsito sucedía en plena madrugada, pero sabíamos dónde nos encontrábamos por el sentido del olfato, para terminar el recorrido la cereza del pastel, Pasamayo! mi hermana no miraba por la ventana, le daba miedo las alturas, para mí era adrenalina pura ver el fondo del acantilado, el despliegue blanquecino de la espuma al romper las olas en la playa, en esos tiempos un viaje demoraba casi 18 horas o más, entonces era obligatorio detenerse a almorzar o cenar en los diferentes restaurantes de la larga ruta, cosas del pasado.
Al llegar a Lima nos esperaba mi padre que en un auto particular nos trasladó hacía el Callao, específicamente a Chucuito.
El arribo
Hay escenas, momentos, hechos que le quedan a uno literalmente impregnadas en el recuerdo como una marca, los años podrán pasar, pero no tendremos problema alguno para rememorar con lujo de detalles esos instantes, la llegada a nuestro nuevo hogar fue uno de esos eventos que se mantienen intactos.
Llegamos por la Av. Gamarra en un auto de esos de los años 50, fuertes pesados, amplios y ruidosos, doblamos a la derecha y nos estacionamos casi entre la boca calle de Gamarrita y el Parque Santa Rosa, salimos y nos estiramos observando la amplitud de este mientras el fuerte aroma de la brisa se hacía presente, esa brisa constante que acompaña a los chalacos cerca al mar.
-Papá ¿Cuál es la casa? ¿Aquella? señalando un edificio entonces de color gris y rejas de madera blanca, se me antojaba enorme.
– ¿Esa? casi con incredulidad… Si es aquella, pero es solo la segunda planta- ya todos estábamos situados sobre el parque, de pronto un tremor in crescendo al otro lado en la misma Av. Gamarra, era el tranvía que venía de La Punta, no recuerdo si eran de color gris o verde, pero si algo descuidados y desvencijados, serían entonces sus últimos recorridos y días de vida. Este al pasar la intersección desde la parte superior del trolebús, el artefacto que mantenía contacto con los cables de energía surgió toda una explosión de chispas, como un rayo al contacto del cable, me quedé inmóvil con la mirada fija en el vehículo que seguía rumbo al centro del Callao, no sé si asustado, boquiabierto o embelesado por lo que había presenciado, esa fue la primera gran impresión que me llevé como neófito provinciano.
Subimos presurosos la amplia escalera que doblaba en ángulo recto para acceder al segundo piso, a descubrir nuestra nueva morada, lo primero que veíamos era un largo pasillo que daba hasta la parte posterior de la casa, el piso de amplios mosaicos cuadriculados, a mano derecha había un acceso al área del comedor y a un baño principal, este tenía una enorme tina de hierro aporcelanado.
-Que sed que tengo! mi hermano menor abrió la llave y empezó a tomar agua directamente de él, ¡ufff! escuché mientras devolvía el líquido, ¡Está salaadaa!, segunda gran impresión el agua de Chucuito era absolutamente salobre, imposible de beber.
Las diferentes playas de esa parte del Callao hasta la Punta y Cantolao no tienen arena, en lugar de esta hay infinita cantidad de cantos redondos, como piedras de río, era difícil al principio, pero Paiteño pata salada camina en cualquier superficie. Las chalanas varadas en la orilla eran tan diferentes, no como las de Paita con su delineada quilla y su popa recta, estas parecían un seca-papeles, feas, se veían extrañas, pienso que sería por el oleaje de la zona. Si eran feas.
El tranvía era parte del paisaje urbano chalaco hasta el año 1965, en diciembre de ese mismo año los tranvías en general desaparecieron del sistema de transporte de Lima metropolitana y el Callao, mi madre nos había enseñado a tomarlo, mi hermana mayor y yo lo usábamos para ir hasta el colegio Santa Margherita, el colegio italiano donde mi padre nos había matriculado a todos, tomábamos el tranvía en la esquina de Gamarra que era la avenida principal que atravesaba el lugar y Chauchamayo, esa calle que iba a dar hasta la Mar Brava, además de tomar el tranvía en esa esquina, cruzábamos Gamarra también para comer un delicioso choncholí, esa tripita a la plancha que mi paladar había descubierto y allí lo preparaban a diario.
Para asistir a la escuela mi hermana usaba un traje azul marino con chaleco y una especie de boina, los varones usábamos traje entero gris y corbata color guinda, una insignia metálica de bronce con las banderas peruanas e italianas iba cosido en el borde superior del bolsillo del traje, al subir al tranvía yo guardaba los boletos, ocasionalmente pasaba un chequeador que perforaba estos con un alicate sacabocado, nuestro recorrido era un poco menos de un kilómetro, de la Av. Gamarra pasaba frente a la Gran Unidad Escolar Dos de Mayo que colindaba con la calle Estados Unidos al lado de los astilleros de Maggiolo, seguidamente dejábamos atrás el imponente fuerte del Real Felipe, avanzábamos hasta Sáenz Peña donde bajábamos y seguíamos a pie hasta Alberto Secada donde estaba ubicado nuestra escuela.
¡Bon giorno signorina!
Teníamos que saludar en italiano, la maestra nos hacía rezar en el mismo idioma el padre nuestro, algunos estudiantes eran peruanos de descendencia italiana, pero todos sin excepción eran chalacos, los lunes por la mañana en la formación se iniciaba la semana cantando ambos himnos.
¡Fratelli d’Italia,
l’Italia s’è desta,
dell’elmo di Scipio
s’è cinta la testa….
-Seguidamente.
Somos libres, seámoslo siempre
y antes niegue sus luces el Sol,
que faltemos al voto solemne
que la Patria al Eterno elevó.
Pero al concluir este último, todos los niños, adolescentes, maestros y tutores al unísono gritaban con voz retumbante: Chimpún Callao!
-Tenía que ser así, era la re-afirmación de su identidad chalaca.