El viaje
Era el año 1983. Con seguridad recuerdo que fueron los últimos días de marzo después de un extenso viaje y escasa captura en el M/V Arkos I, en la costa este del Pacífico. Viajé junto a un equipo de pescadores a España, a Bilbao, en el país vasco; en ese lugar estaríamos preparando una embarcación atunera (Tuna Oro III) que había sido recientemente botada y requería alistar toda la arboladura; es decir, los cables, bloques, plumas, winches etc.
Las instalaciones del astillero Marítima de Axpe en esos años, era en Erandio, en plena ría de Bilbao (también conocida como ría del Nervión o del Ibaizábal). Tras casi dos meses de intensa labor, el barco hizo unas pruebas y zarpó en el mes de mayo, con destino a Canarias, no sin antes cumplir con la tradición de presentar un saludo ante la ermita de San Juan de Gaztelugatxe. Después de tres vueltas tanto a babor como a estribor, tocar la pitoreta y lanzar unas monedas al mar como señal de buen augurio, enrumbamos a las Islas de Gran Canarias a un poco más de 1,000 millas náuticas.
Las Palmas, en las islas Canarias, es la isla principal o funge como capital alternativamente con Santa Cruz de Tenerife, en el archipiélago español; este conjunto de islas está situadas más cerca del continente africano que de la península ibérica.
La razón principal de esa escala era recoger nuestro aparejo de pesca, (nuestra red de más o menos 850 brazas que era confeccionada por la empresa Casamar) y llegamos muy de mañana. Al atracar el atunero al muelle, había varios pescadores africanos que nos habían precedido y se incorporaban a la tripulación. Recuerdo algunos nombres como Babakar, Mamadou, Manzor, Mamini, el viejo Sitafá y Samba. -este último era el ayudante de cocina o chó como se les llama en los barcos españoles- Todos senegaleses.
Mamini era un africano joven, de contextura delgada, que se incorporaba como ayudante de panga, aunque él ya se había desempeñado anteriormente en ese puesto, el cual requiere destreza y rapidez mental para responder a los requerimientos de la maniobra de pesca y seguir de la mejor manera las instrucciones del capitán. Hablaba un español fluido, incluido el acento, producto de años faenando codo a codo con los “arrantzales” vascos. Siempre tenía una sonrisa aun en los momentos más álgidos; a veces bromeaba con él y le preguntaba: Mamini, si eres musulmán, ¿Podrías tener más de una mujer como Mamadou? Mamini, sentado, con sus piernas cruzadas, sosteniendo su mentón y sin dejar de sonreír, decía en perfecto español:
– ¡La hostia, yo apenas puedo liar con una mujer, yo no soy tonto como Mamadou, más de una mujer es mucho problema!
Mamadou lo observaba de lado, y moviendo la cabeza de un lado a otro, no podía evitar la carcajada, replicando:
-Es que Mamini es muy chaval.
Todos los demás celebraban sus bromas.
¡Como si recuperar la pipa hubiera sido motivo de fiesta y celebración y la alegría se hizo contagiosa!
Por otro lado -y muy serio- Sitafá guardaba distancia prudente del grupo, hablaba francés y la lengua nativa de la etnia wólof usada primariamente en la región de Senegal, de donde eran oriundos todos ellos. Yo entonces trabajaba como “winchero“. Fue mi primera experiencia en ese puesto, pero aprendí rápidamente y al poco tiempo me sentía cómodo en el puesto encargado.
Sin Experiencia
Recuerdo haber mostrado preocupación al no tener experiencia previa y le comenté esto al contramaestre quien era un ecuatoriano de Manta de nombre Máximo, (se me escapa el apellido, me contaron que ya había fallecido) creo que no llegaba al metro sesenta, pero tenía una personalidad de dos metros. Su palabra favorita era ¡Tranquilo chaval! Yo había trabajado con él en los barcos españoles Entremares, durante un viaje; era un buen tipo, siempre con una gran disposición.
“No te preocupes, yo te enseño”, me decía con gran seguridad. Eso indudablemente me daba gran tranquilidad.
Por las noches, cuando regresábamos del astillero al Hotel Nervión. A la hora del descanso repasaba mentalmente los pasos a seguir que recordaba de otros viajes, una y otra vez ensayaba como si fuera cada noche un lance distinto: Freno, embrague, lleva… primero la proa luego la orza de popa, más adelante… un poco más… despacio llega el “centre piece” y los anillos. Era un ensayo sin fin, repetitivo cada noche. El asunto es que Máximo nunca me enseñó nada, creo que él desconocía el manejo de ese “winche”, que era toda una novedad, se podía regular con precisión la velocidad de manera independiente en cada uno de los tambores y hasta reversa. Era una belleza, pero era una novedad.
Marcel, creo que era peruano, lo recuerdo vagamente cuando yo era adolescente. Trabajó en Paita -probablemente en temas de hidráulica-, tenía aspecto europeo, delgado, pelo canoso. Vivió un tiempo en Costa Rica, administraba un restaurante en la zona de Tibás. Para mí fue una sorpresa verlo abordar el barco en Las Palmas; vestía un mameluco celeste de trabajo con el logotipo muy conocido de Marco la empresa líder en sistemas hidráulicos; fungía como técnico itinerante. Se acercó a saludar al capitán, me reconoció y preguntó por alguna gente de Paita; obviamente no perdí oportunidad de hacerle algunas preguntas sobre el nuevo “winche” y sistema, a las que él contestó con certeza y amabilidad; puedo afirmar que fue de gran ayuda, me dio gran seguridad.
Ese mismo día de llegada se acercó al muelle un gran camión con un remolque enrejado que transportaba la red en dos camiones diferentes; se estibó una primera mitad; los trabajadores de Casamar se dedicaron a unir la otra mitad; ya por la tarde se terminó de estibar completamente en la popa del Tuna Oro III. Al finalizar se encendieron las luces de cubierta, hora de descanso, hora de cenar, hora de salir a explorar la isla.
En la pizarra el navegador escribió: Todos a bordo 8 a. m. Lance de prueba.
Levantarse temprano en un atunero estando en puerto tiene algunas ventajas: tomas café fresco, el comedor está despejado y tienes el placer de observar el reflejo de las luces en el azul matutino del amanecer en los muelles: calma, silencio, ¡Tranquilidad!
La prueba
Soltamos amarras, el barco zarpó como se tenía previsto, y se dirigió a unas 20 millas fuera de la isla.
– ¿Todo listo?, preguntó el capitán.
Máximo caminaba presuroso, y de dos saltos subió al sobre puente, se ubicó en los controles:
– ¡Listooo!, respondió.
– ¿Listo?, me preguntó desde la consola superior.
-Creo que sí…, me escucho decir, con un dejo nervioso de quien se va a enfrentar a una prueba crucial.
– ¡Tranquilo, macho, todo va a salir bien!
El barco empieza a hacer un círculo, todos están tensos, el jefe de máquina era un gallego pausado pero quisquilloso, que se frotaba las manos con un pedazo de estropajo, su asistente al lado, en pantalones cortos, sudaba copiosamente.
– ¡Atentos!, se escucha por el sistema de altavoces, la tensión llegaba a su tope…
– ¡Larga, larga, largaaa! -es el “momentum”- es la orden de iniciar la maniobra.
El tripulante encargado golpea con una barra de hierro el seguro y libera el cable que sostiene la panga, esta cae y con ella arrastra la orza; en la caída se escucha y se siente el chasquido característico del cable cuando roza los anillos; los tambores del winche empiezan a girar vertiginosamente entregando el cable de acero; la sensación de velocidad que produce el giro de estos es notoria: la red se empieza a desplegar.
-Ojo!, aprieta un poco los “drags” (un freno manual de aire) -me recomienda Máximo.
Giro estos hacia la derecha y aumento la presión sobre el tambor principal para que el cable salga justo. Desplegar la red completamente toma casi 5 minutos; mis rodillas temblaban; en un estado de alerta y palpitaciones, no quería cometer ningún error; la panga se acerca por babor, a la altura del pescante se aleja prudencialmente del casco, la orza es asegurada, se engancha el cable de proa, se suelta el nudo falso del cabo “Samson”, el cable de 3/4 es recobrado en el tambor de proa, la cubierta se llena de bullicio, órdenes, voces en el altavoz.
– ¡Para la proa! Ahora vira la orza de popa – ordena el capitán –
Empiezo a recobrar el cable de popa, la orza está a unas doscientas brazas de distancia, recobro el cable de popa de manera pausada, lenta, repito mis rodillas temblaban, se acerca el jefe de máquinas y, en una sugerencia que sonaba a orden solapada, dice: Podrías virar más rápido, ¿no? Lo miro con el rabillo del ojo sin despegar la mirada del cable de popa:
– ¿Se va a salir la mancha?
Era obvio que no había mancha alguna. Mi respuesta era para ponerle freno a su injerencia en la cubierta.
– ¡Hostia! ¿A qué hora vamos a terminar?
– ¡No hay prisa, estamos probando todo el equipo, la red! Además, tú encárgate de tu máquina que yo me hago cargo del winche – le respondí agrandándome. Refunfuñando, bajó al parque de pesca y desapareció.
Aseguramos la orza de popa sin problemas, continuamos con normalidad y terminamos de garetear todo el cable, rolamos la red a bordo y regresamos a la rada del puerto: estábamos listos. ¡África nos esperaba!
África
Al cabo de unos tres días de navegación, empezamos a faenar en aguas del Atlántico oriental africano; ocasionalmente nos cruzábamos con un atunero español o francés que siempre habían dominado la pesca en los caladeros del Atlántico oriental.
De vez en cuando realizamos tareas de mantenimiento, al lado de babor, detrás del winche y en plena cubierta había un pañol, -un pequeño cubículo- donde se guardan suministros y herramientas de uso diario como rollos de hilo, falsamallas, agujas para reparar la red, potes de pintura, brochas, etc.
Máximo era un contramaestre que también era mirador, sé que era un buen mirador, así que la mayor parte del tiempo se dedicaba a buscar manchas de atún, en la cofa para ser más preciso, en esa caseta de escasos metros situada en lo más alto del mástil, oteando el horizonte, buscando una señal que nos guiara hasta el preciado atún.
Dándome la confianza, me había delegado entonces el recargo de algunas tareas propias del contramaestre, lo cual realizaba con plena disposición. Recuerdo haber llamado a algunos tripulantes africanos para mover algún material del pañol de cubierta, entre ellos Sitafá. Trabajamos hasta que el cocinero tocó la campanilla para el refrigerio de la tarde, Pedro el cocinero servía lonjas de jamón serrano, vino fresco en bota, esa marea llevamos trece piernas de esa delicia española, sí, trece piezas que el cocinero guardaba celosamente bajo llave.
Eso sí, -por su religión- los musulmanes, ¡ni jamón, ni vino!
Al terminar, todos pasan a sus cabinas a descansar, toman su ducha y esperan la campanilla de la cena mientras el barco se adentra en la noche sin dejar de navegar.
La pérdida
Por la mañana acostumbraba salir y terminar mi taza de café en la cubierta, sentado en una bita cerca, y a un lado un pensativo Sitafá; éste tenía la mirada perdida en el horizonte. Lo saludo:
–Sitafá, bonjour comment allez-vous? – dije en el poco francés que hablaba.
–¡Je ne me sens pas bien! -responde con tono de lamento el viejo senegalés.
Le hago una seña a Mamini para que se acerque.
– ¿Qué es lo que dice? Traduce por favor – le pido al flaco asistente.
-Que se siente mal, que su pipa ha desaparecido y no puede vivir sin ella; o sea, este viejo es un vicioso y Mamini se reía entre dientes, sabiendo que el viejo, aunque le hiciera miradas señaladoras, no entendía español y podía burlarse sin consecuencias.
–De quoi tu parles de moi? -Sitafá pregunta sospechoso y frunciendo el ceño.
– ¡Nada, nada hostia! -replica Mamini, y se aleja.
En español, pero intentando algo de empatía, me acerco y, haciendo señas o mímica, hago la figura del gesto de fumar con la pipa. El negro se toma la cabeza con las manos y la esconde como en un gesto de dolor o desesperación…y casi sollozando sigue quejándose en francés:
–Ami ma pipe a été perdue…!
Tan solo una semana atrás le había regalado algo de tabaco que había comprado en una tienda en las Palmas, había comprado una pipa según yo para darme aires de seriedad, el intento no prosperó, me sentía ridículo y decidí regalarle tabaco al viejo. Me había contado entre señas y gestos y ayuda de otros, que había trabajado en un barco calamarero, que pescó al sur de Argentina. Sitafá era el mayor de los tripulantes africanos, pero su mayoría de edad no lo investía con el liderazgo de los pescadores senegaleses, no, otro era el líder, éste era Babakar, que era ayudante de mirador al lado de Máximo y Ulises. Siempre estaba en la cofa buscando pesca; al estar en el mástil se arrogaba un aire de superioridad entre sus coterráneos; hablaba en nombre de los demás si había que hacer algún reclamo. Su español no era tan bueno, pero siempre se hacía entender, siempre te miraba de lado, como si de repente fuera a sacar una daga.
Los días transcurrían, pero Sitafá seguía con la mirada triste y perdida, se sentaba en la cubierta. Ya se le pasará, me decía a mí mismo.
El viaje continuaba sin contratiempos, sin mucha pesca, pero todo operaba de manera normal. En algún momento, buscando algún material, ingreso al pañol que era un espacio relativamente pequeño; en el mamparo de babor había un cuadro de herramientas, que en realidad es una pieza de madera tipo “triplay” de 3/4 de espesor, sujeta por unos pernos a la pared metálica y donde se colocaban los diferentes artefactos en orden. Esta pieza de madera tenía pintadas las diferentes figuras y siluetas de cada una de la herramienta perfectamente delineada, para ubicar y guardar de manera rápida las que usábamos en las tareas diarias.
Al ingresar noto que en el borde superior del cuadro descansaba la pipa de Sitafá que, probablemente, él mismo había colocado mientras arreglábamos el material, completamente mimetizada, como si vistiera el perfecto “camouflage”. Si mis ojos no se hubieran posado en ese punto específico, no la hubiera visto de ninguna forma; allí estaba, boca abajo, inmóvil tal cual la había dejado inadvertidamente el viejo senegalés; la boquilla desgastada y descolorida seguramente del manoseo que hacía Sitafá cuando fumaba o cuando jugaba con ella y la mordisqueaba.
¡La pipa! – dije para mis adentros. Nadie más era testigo del descubrimiento. La metí en mi bolsillo y me encaminé por el pasillo hasta mi camarote, abrí el cajón de mi escritorio y saqué una de las bolsas de tabaco; aún tenía una entera y la que tomé quizás era la mitad del contenido.
Detrás del sobre puente se reunían a conversar los senegaleses, cuando era el momento apropiado también extendían sus esterillas donde se inclinaban para orar, uno de ellos iba al puente a ubicar en el compás el Este, el punto cardinal más importante para los seguidores de Mahoma, así podían dirigir correctamente sus plegarias en dirección a la Meca. Todos ellos eran devotos musulmanes. Cuando subí, estaba el viejo Sitafá entre ellos. Me dirigí a él:
-Sitafá, ¿Et la pipe? – pregunté cómo no queriendo la cosa.
Me miró, pensando que iba a bromear con su pena, y giró el rostro en sentido contrario mientras fruncía el ceño.
–Viens ici…– y gesticulaba para que se acercara-. Ven, cabrón, toma, esto es tuyo, y le alcancé a propósito solo el tabaco.
–Mon ami, je ne peux pas fumer comme ça …amigo no puedo fumar así, y se tomó el rostro con ambas manos y lo frotó con angustia.
De mi bolsillo saqué la pipa y, esbozando una sonrisa, le dije:
-¡Viejo feo, aquí está tu pipa!
Como impulsado por un resorte, Sitafá se puso de pie y de un salto se acercó y tomó la pipa, como si fuera una joya, como si fuera el tesoro más preciado. Lo acunó entre sus largas manos, lo miró, besó el artefacto, lo observaba con alegría, de repente, y sin esperar tal reacción de su parte, se hincó de rodillas, se abrazó a mis piernas y casi sollozando solo atinaba a decir:
–Merci, merci, merci, mon ami, merci…, casi como una letanía.
-Ok, ya, ya, está bien amigo, listo, levántate, Sitafá. Levántate, cabrón, y sonreí. Miré a sus pares africanos que reían a carcajadas y aplaudían, como si recuperar la pipa hubiera sido motivo de fiesta y celebración, y la alegría se hizo contagiosa.
– Ya, Sitafá… C’est bien, basta…, tranquilo viejo, disfruta tu pipa.
Se acercó una vez más a mí e inclinó su rostro, y tomando mis manos con las suyas, -con sus enormes y brillosas manos negras- las besó. Creo que nunca había sido testigo de tanta gratitud en mi vida por un acto tan sencillo.
-Ya, negro, tranquilo, amigo; anda, ve y disfrútala. Y en tono de regaño, agregué: Y no la vuelvas a perder.
Ese día conseguí un amigo de por vida, que me seguía por doquier y nunca renegó de cualquier tarea que le encomendaba.
Es increíble que, en la pequeñez de las cosas, en un artefacto, en un trozo de madera olvidado, quizás insignificante para unos, -pero sumamente valioso para otros- aprendí que de lo poco o pequeño se obtienen grandes lecciones de vida.
¡Merci beaucoup! mon ami Sitafá!, donde sea que te encuentres.