Los 70
Cursaba mi segundo año en el alma mater de Paita, el Colegio Nacional San Francisco, ese histórico colegio creado a raíz de los buenos oficios de Don Luciano Castillo, en 1936, aunque empezó su funcionamiento hasta abril de 1944. Su primer local estuvo ubicado diagonal a la plazuela Bolognesi, donde se realizaban las formaciones de los alumnos. Inicialmente era un colegio mixto; con el tiempo y en el año 1966 pasó a un nuevo local colindante con el Mercado Modelo de Paita, el cual fue inaugurado en 1963 y, posteriormente, las estudiantes mujeres se separaron y se establecieron en un colegio propio, el Colegio de nuestra Señora de las Mercedes.
Era el año 1970 y el entonces director de nuestro centro educativo era originario del Cuzco. Si no me equivoco, su nombre era Alex Miranda Cárdenas. Dicen que las malas impresiones siempre se quedan grabadas en la memoria. Recuerdo con claridad su mote, le llamaban a “sotto voce” el “borrao”. Tenía un auto francés Renault color blanco; se veía una persona desprolija y algo tosco para su cargo, lo que acentuaba la tirria que algunos le teníamos. Si lo poníamos a la par de la figura de don Julio Alarcón, un director que lo precedió, pero con una personalidad diametralmente opuesta, una persona ilustrada, todo un caballero.
Aún usábamos en esa época el uniforme color caqui; excepto la corbata, las galoneras habían pasado del color azul de la primaria a un prestigioso color rojo de la secundaria; las cristinas con un círculo del mismo color nos daban un estatus que no iba de la mano para lo pequeños que éramos.
No voy a referirme a ese período de estudios, pues, realmente fue muy corto; eran apenas los primeros días de abril, mi padre había llegado desde Lima en un flamante Ford Taunus blanco del año, ingresó al colegio y se estacionó al lado de la dirección, preguntó por mí. Su llegada fue de sorpresa; mientras me llamaban al salón de clases, entabló conversación con el director. El tema: sus respectivos autos. Mi padre presumía de su motor y la cubierta total de brea del capó. “El borrao” se inclinaba, miraba, asentía, miraba su pequeño auto y proseguía la conversación.
Mi padre quien se había separado de mi madre ya hacía un tiempo regular, era la figura lejana pero siempre admirada por mí. Se acercó y me abrazó. Siempre había tenido la costumbre de besar a mis padres, abuelos y familiares; mis hijos en la actualidad lo hacen conmigo. Nitto tenía aún los brazos fornidos heredados de incontables viajes en los barcos cañeros, usaba un sombrero de paja y exudaba seguridad:
– ¡Hola, hijito!
– ¡Hola, papá! Más con asombro que con cariño por la presencia imprevista.
– ¿Cuándo llegaste?
-Recién, hoy, recogemos algo de tu ropa y nos vamos a Piura donde tu tía Zina, te vienes a Lima conmigo.
– ¡No entiendo papá! ¿Cuándo llegaste?
– ¡Hoy mismo! Me he venido manejando desde Lima sin parar; a veces medio que me cabeceaba del sueño, pero me metía en algún restaurante, mojaba una toalla y me la arrollaba en la cabeza y aquí estoy, ¡apenas he dormido!
Mientras tanto, Carmela Castillo, quien era secretaria y amiga de juventud de mi padre, hacía los arreglos de los documentos para transferirme a Lima. Todo estaba consumado. Al día siguiente me despedí de mis abuelos, de mi madre, de mis hermanos y pusimos rumbo a Piura.
Mi primo Guillermo Gallup, hijo de mi tía Angélica Ferré, era estudiante de la facultad de Agronomía y, aprovechando el viaje de vuelta de mi padre, nos acompañaría. Mi padre era un consumado conductor, después de dejar Piura muy temprano, no nos detuvimos sino hasta la ciudad de Trujillo allí nos estacionamos y estiramos las entumecidas extremidades en la inmensa Plaza de Armas del lugar. Después de las fotos de rigor, continuamos. De allí ya no nos detuvimos hasta Chaclacayo, donde vivía Guillermo y donde sería también mi hogar por los próximos dos años. En mayo cumpliría apenas los 12 años y empezaría mi segundo año de secundaria, en un ambiente lejano y nuevo para mí.
Chaclacayo
Este distrito que se encuentra a más o menos unos 27 km de la ciudad capital, está situado entre los cerros del lado sur que siguen el curso del río Rímac. Tiene un clima excepcional si lo comparamos con el horrendo y gris que tiene Lima, una de las razones por las cuales muchos estudiantes de clases pudientes pero afectados por el asma u otra enfermedad a los cuales el clima pernicioso de la capital afectaba, buscaban refugio en los internados de los diferentes colegios en ese distrito.
Mi prima “Lica” era secretaria en el colegio Winnetka. Era un colegio que recibía estudiantes de clases adineradas en el modo de internos. Yo era cuarto interno; es decir, entraba en la mañana, almorzaba y salía al promediar las 4 pm.
No, mi familia no era adinerada, creo que mi padre había recibido una pequeña herencia, así que decidió matricularme en él. La pensión no era exorbitante en esos tiempos. Pasaba toda la semana en Chaclacayo y los sábados por la mañana mi padre subía al distrito a recogerme; pasábamos los fines de semana juntos.
Al llegar al colegio en mención, donde se había iniciado unos días antes el periodo escolar, asistí el primer día con un pantalón largo color café oscuro y una camisa blanca hasta que adquiriera el uniforme oficial. Me presentó el jefe de normas educativas, el Sr. Dolorier, quien usaba camisa blanca, manga corta en verano; pero en invierno le agregaba un pulóver color vino; siempre con corbata. Era algo rechoncho, de risa fácil y ojos entrecerrados, pero que no nos llamara a engaño, cuando era necesario, no pedía permiso para una regañada, se movía activamente entre el patio y las aulas de secundaria en el segundo piso. La puerta de cada salón contaba con una mirilla desde la cual el auxiliar observaba cual carcelero el comportamiento de los alumnos. A cada estudiante nos asignaban un puntaje para la semana. Si te descontaban esos puntos eras sujeto de asistir los sábados a ejercicios forzados para “enderezarte”: 20 vueltas a la cancha, ranas, planchas etc. ¡Yo fui premiado un par de veces!
Mi tía Angélica trabajaba en la Municipalidad de Chaclacayo, fumadora empedernida, quedó viuda muy joven y con 6 hijos. Tenía en su rostro un gesto de tristeza difícil de esconder, sabía sonreír cuando la ocasión lo requería. Mi padre que era su primo hermano la llamaba cariñosamente “Negra”, sin dejar el cigarrillo; su pasatiempo era jugar naipes, no recuerdo qué juego, si era canasta o Telefunken. Se sentaba junto a mi prima Silvia. Su novio entonces Jorge “Coco” Petterson. A veces se les unía “Lica” y Gino sus hermanos, César había fallecido unos años atrás en un lamentable accidente, un conductor desalmado le arrebató la vida y solo aumentó más la carga de dolor de mi sufrida tía.
Cuando pisé el aula y me presentaron, me sentía sumamente cohibido; se podía notar la mirada escrutadora de algunos, y la empatía de los más pequeños como yo. Una vez que Dolorier cerró la puerta detrás de mí, me quedé como inmóvil en el umbral del salón; éste era amplio, luminoso, limpio y cada alumno tenía su propia carpeta. Éramos 22 o 23 solamente en el segundo año de secundaria del Winnetka, seguía cabizbajo y se me acercó un muchacho de mejillas encendidas. Dicen que es una condición llamada cuperosis esas chapas, Madueño era el compañero de pelo crespo y flequillo y vestía como todo el uniforme, traje verde oscuro, camisa y pantalón; me pasó el brazo por encima del hombro y de manera amistosa me preguntó:
– ¿Cómo te apellidas?
– ¡Morello!, respondí casi susurrando
– ¿De dónde eres?
– ¡De Paita!
– ¿De Paita?, giró y, dirigiéndose a los demás, dijo: es de Paita ¡guá!, insistió a modo de chanza. Todos rieron.
-Entra, siéntate, el resto murmuraba, entonces el profesor pidió silencio.
– A ver Ponce…Ponceee! y elevó la voz como un rugido, el salón hizo silencio.
-A ver, ¿o te comportas o sales de aquí?, mientras golpeaba con fuerza el escritorio con una carpeta de documentos. Ya me tienes hartooo! Nadie se movía. Miré alrededor con absoluto asombro: a mi derecha se sentaba Tafur, que sería mi compañero por dos años. Era de mi edad, pequeño tal como yo y de carácter algo lento, o debería decir pausado. Con el tiempo me daría cuenta de que era más rápido que una bala.
El componente o extracto social de los alumnos en la superficie no se notaba. A través del año escolar descubriría las diferencias que se daban en el ambiente escolar en la cúspide de la generación hippie, en el apogeo del rock, la marihuana, de los Traffic Sound y de la pituquería limeña.
El colegio tenía tres modos de alumnos: internos, cuarto internos y externos.
Internos: usualmente hijos de familias pudientes que más allá de las bondades pedagógicas “per se” que encontraban en el colegio, lo buscaban porque podían disfrutar de un clima idóneo y favorable a sus enfermedades bronquiales o el asma, o sea… ¡Con plata, pero chaquetas!
Cuarto internos: no éramos muchos, no éramos pudientes, sino que aprovechamos la conveniencia de almorzar en el colegio al medio día y evitábamos el salir y regresar en la tarde, imagino que algo de dinero tenía mi padre, de manera circunstancial, la pensión no era excesiva y la podía pagar.
Externos: casi todos de Chaclacayo, vivían en los alrededores, salían a sus casas a almorzar, algunos pocos venían desde Chosica como Prentice, por otro lado, Rovira y Pizarro eran externos y eran de los que más sufrían de acoso, miro atrás y siento vergüenza que hayan pasado y soportado todos los vejámenes por un grupo de imbéciles con plata.
Al terminar mi primera semana, llegó el sábado por la mañana y mi padre viajó los 27 km de distancia entre Lima y el edificio de Los Ángeles para recogerme, al dejar atrás Chaclacayo, justo antes de ingresar al puente Ricardo Palma sobre el Rimac uno tenía que desviarse a la derecha como dirigiéndose a Los Cóndores, en esos tempranos días de los 70 lugar de residencia del conocido Kiko Ledgard, al doblar a la derecha enderezábamos a la izquierda y por un perfecto camino pavimentado pasábamos a derecha e izquierda de elegantes casas o villas, al final del camino en un “cul de sac” se encontraba imponente el edificio de Los Ángeles, de un estilo campestre europeo, apartamentos de grandes ventanales en un primer piso, con un inmenso y bien cuidado jardín al centro del hermoso recinto, en él vivían jóvenes parejas, artistas u ocasionalmente familias tradicionales que solían pasar el fin de semana disfrutando el saludable sol de Chaclacayo.
Mi tía ocupaba un pequeño departamento en el segundo piso que dominaba desde el balcón el hermoso jardín central del edificio, en ese apartamento yo dormía en una pequeña habitación que técnicamente casi era una buhardilla a la que se accedía por una estrecha escalera de caracol, arriba una cama tipo camarote, en el segundo nivel dormía mi primo Hilton Sáenz, quien también estudiaba en el mismo colegio y con quien compartía la habitación, a mí no me incomodaba la pequeñez de esta, pero si el humo y picazón que producía el hollín de una destartalada cocinilla de kerosene, cuando cocinaban, el humo nos atosigaba sin piedad.
Yo era feliz viajando con mi padre, él, parecía conocer todo Lima a la perfección, salíamos a comer, de compras, a visitar museos etc. Siendo sábado y en la semana posterior a mi incorporación al colegio fuimos a la tienda Anchor a comprar el uniforme de diario, era obligatorio usar el uniforme verde oscuro, camisa y pantalón, la camisa tenía en el lado izquierdo un bolsillo solo con compartimentos para bolígrafos, el pantalón no tenía bolsillos delanteros, según el Dr. Antonio Arenas el propietario y director de la institución se veía muy mal observar a un muchacho con las manos dentro de los bolsillos del pantalón, así que decidió eliminarlos, este uniforme solo se usaba de martes a viernes, pues el lunes se asistía con el de gala que era saco azul marino, corbata rojo vino, camisa blanca, pantalón gris de lanilla, zapatos negros.
El sistema educativo en el colegio particular era innovador, pero no descuidaba la disciplina, como cuarto interno me asignaban 20 puntos en materia de conducta que tenía que conservar como oro si no era candidato al castigo, un día me excedí y perdí los que me otorgaron, en mi libreta tenía anotado una cita para el sábado, eso quería decir que no podría ir a Lima.
Tomé el bus por la mañana y me dejó en el centro de Chaclacayo, muy cerca de la Municipalidad, crucé la carretera central, caminé un par de cuadras e ingresé por la parte posterior del colegio, en el patio principal nos reuníamos los castigados, de diferentes secciones, internos, cuarto internos y externos, nos sentamos en las gradas de la cancha de “fulbito”, Dolorier dominaba la escena como en un concierto.
– ¡Buenos días, caballeros, veo que les encanta el colegio como para venir un sábado!
-Vamos a ver que tenemos por aquí! …mm Morello ¿Qué te pasó?, ¿Primera vez?
-Si contesté y puse mi cara de cojudo y desvalido, es que hice una broma, pero el profesor Huapaya la tomó a mal, se molestó…mm no sé mmm…y me quitó cinco puntos.
– ¿Asiiii? y arrastró la pregunta adrede
– ¿O sea Huapaya es malo y te quitó los cinco puntos? Ah ya… ! Alinéate con los demás carajo! casi no se le veían los ojos, esa manera peculiar de fruncir el ceño, como si le pegara el sol de frente, sonreía, pero no era una sonrisa de maldad, sino una sonrisa irónica como diciendo en silencio: ¡Imbéciles!
– ¡Vamos a empezar, a ver, a la cancha de fútbol 20 vueltas sin parar! No era muy grande quizás unos 50 metros de largo, empezamos con bríos, pero a la décima vuelta los brazos ya colgaban, el paso cadencioso del principio era irregular, en algún momento empecé a jadear…los que venían detrás de mí me sobrepasaron.
-Morellooo! vamos, vamos! terminé de último, caminé hasta las gradas de la cancha de “fulbito”, me senté y hundí la cabeza entre mis piernas, respiré hondo, jadeaba, sudaba, exhausto nos dio unos minutos de descanso, solo unos minutos.
-A ver, ¡Seguimoos!, vamos a hacer ranas ida y vuelta el ancho de esta cancha y la de básquetbol, hagamos series de cinco hasta completar 20, ¡empecemos ya!
Mi padre llegó como cada sábado a recogerme y para su sorpresa no me encontró.
– ¡Está castigado en el colegio! dijo mi tía Angélica, mi padre dio media vuelta y fue en mi busca, al llegar hizo su ingreso igualmente por la puerta posterior del edificio, lo alcancé a ver con las dos manos en la espalda, como cuando un jugador de fútbol en muestra de respeto se acerca al árbitro, saludó a Dolorier mientras me observaba hacer sentadillas, a mi lado Amico, un interno que me conocía algo pues habíamos conversado sobre la familia de él en Piura, después de conversar con mi padre Dolorier se acerca a Amico y le dice cuéntale 500 sentadillas, me avisas cuando termina!
– ¿500? refunfuñé en silencio, Amico al ser interno, no le asignaban castigo físico, solo los dejaban confinados estudiando, así que repasaba un libro mientras empezaba el conteo.
¡Uno, dos, tres! y así sucesivamente, de repente noto que se saltó como 10 de una sola vez, me miró y me guiñó el ojo, siguió contando: cuarenta, sesenta y así hasta terminar.
-Ni se va a dar cuenta en tono de complicidad, mi padre a un lado me observaba con una sonrisa burlona, como diciendo: ¡So cojudo!, al cabo de un buen rato el gordito Amico le indicó a Dolorier que ya había terminado, creo que me ahorró unas 200 sentadillas.
Ok, ya puedes irte, espero no verte nunca más por aquí, se despidió de mi padre con un apretón de manos y una sonrisa, dio media vuelta y se enfrascó con los restantes castigados, salí silencioso y cabizbajo directo al auto. Ese día no hubo viaje a Lima.
En esta escuela era significativo el número de estudiantes de origen judío, todos sin excepción estaban exonerados de las clases de religión, así compartía mis estudios con adolescentes adinerados de apellidos como Blomberg, los hermanos Trajtman, los hermanos Eisner, estos solo en mi clase.
Los días de estudio pasaban de manera rutinaria, solo esperaba el fin de semana para pasarla con mi padre, no siempre salíamos, era común quedarnos en casa viendo TV.
Él no tenía una vida social activa, por arrastre yo tampoco, eso por lo menos era lo que veía en esos dos días que pasábamos juntos.
A principio de los 70 invirtió algún remanente del dinero ahorrado que le quedaba, imagino yo que los días de ser un “bon vivant” anunciaban su fin y tendría que procurarse algún tipo de ingresos frescos, Mi padre era hábil para conseguir socios poco confiables, era como “Narro” -un personaje paiteño- ¡Compraba caro para vender barato!
Incursionó en el tema de publicidad, en un taller de serigrafía, pero viendo eso en retrospectiva era un emprendimiento sin pies ni cabeza, él se encargó de poner el dinero, comprar el material, aportar el local y el otro socio, solamente la experiencia, en esa época se trabajaban con bocetos y artes finales, separación de colores, la serigrafía en una etapa plenamente artesanal, como bien reza la Ley de Murphy “Si algo malo puede pasar, pasará” y todo el emprendimiento y repito solo en retrospectiva, caminaba mal, se veía mal, pintaba mal por doquier entonces terminaría mal, cosa que sucedió inevitablemente, el socio lo abandonó, y el dinero comenzó a escasear.
Mi padre tenía una amiga, que después descubrí que era la “amiga” si, con comillas vivía cerca de la casa, a veces cuando yo llegaba desde Chaclacayo a la casa y esta estaba cerrada, caminaba unos 200 metros hasta la Av. Del Ejercito y subía al pequeño apartamento de Elsa, ella vivía con su hermana, creo que eran naturales de Lurín o Atocongo, de raza negra, tratando de recordarla en detalle, era una persona de ojos grandes almendrados, un “cuerpazo” como se diría ahora, era jefa de la división internacional de Entel Perú en esa época, hablaba, inglés, alemán e italiano, era una profesional en todo sentido, ella hay que decirlo siempre fue una persona muy educada y que me trató con gran deferencia y esmero, llegaba a su apartamento y me sentaba a ver TV hasta que mi padre pasaba a recogerme.
Un día de esos tantos cuando me vi obligado a esperarlo en el apartamento de Elsa, mi padre llegó sin percatarse que yo estaba sentado en la pequeña sala, ella se encontraba preparando algo en una cocinita al lado de la entrada, este al entrar y muy sigilosamente posó sus manos sobre esa parte del cuerpo y que muy educados llamamos en público posaderas y privadamente decimos “culo”, ella reaccionó apresurada y soltándose de la atrevida caricia le indicó en señas al galán que me encontraba allí, está claro que ya me había dado cuenta de todo solo que me hice el tonto.
¡Vaya, vaya, este caballero se las traía! Yo observaba, pero no juzgaba, solo miraba a un lado, el acuerdo era tácito, “laissez faire, laissez passer“. Y nadie se refirió al incidente.