En esas noches en pleno verano, a las 7 pm. no había mucha gente en el paseo, uno que otro veraneante capitalino se dirigía hacia la Punta, encaminándose hacía el extremo oeste del paseo, al final del apéndice como suelo llamarle a esa extensión, a esa incursión de la tierra en el mar, muchos van solamente a observar la puesta del sol, a buscar el encuentro romántico, a matizar diría un lugareño. Las luces de los incontables bares y pequeñas discos daban inicio a la temprana noche en el puerto, recién duchado, el perfume aun impregnado, estrenando calzado nuevo, mis compañeros y yo nos detuvimos a tomar un refresco en los kioscos adyacentes a la playa puntarenense, eran los primeros días de 1976 y aún no terminábamos de descubrir el encanto eterno del puerto, su calidez, su gente, sus chicas.
A la Deriva era un pequeño pero peculiar local ubicado al lado de la playa, fungía de centro de reunión de los jóvenes y adolescentes de la época, tenía una clásica rocola y los muchachos acudían a beber una cerveza, un refresco, a comer algo, pero sobre todo bailar, socializar y encontrarse con alguna güila, tenía dos plantas, pero el mayor grupo de asistentes se reunía en la parte baja.
El grupo de tripulantes y unos amigos conocidos de la agencia naviera nos encontramos en el lugar y departíamos entre cerveza y la amena charla, el sonido de Vía Libre o Abracadabra los grupos de moda de esos días en Costa Rica le daba el ambiente apropiado a la precoz noche porteña, en la acera del frente lugares como el Plikity Bar, Tom Jones y a lo largo del paseo El Caracol, Los Baños y otros establecimientos iniciaban el desenfreno cotidiano de la movida puntarenense, como bien portados visitantes nos mantuvimos en el lugar, posteriormente se nos unieron algunos jóvenes locales.
Estupidez juvenil
No hay nada más embarazoso que recordar en los años postreros la actitud de importancia que un joven marino quiere darse y formarse además de una aureola inexistente en el afán (algo entendible para la edad pero no menos estúpido) de impresionar a cualquier fémina, en algunas parecía funcionar, porque quizás es lo que buscan, dejarse arrobar por esa figura algo misteriosa del hombre de mar a pesar de su obvia juventud, cualquiera hubiera sido el argumento o las poses, estas parecían tener un efecto encantador o hipnótico -repito- en algunas jóvenes, yo no fui la excepción y apelé a ese recurso burdo y cursilón que sin duda atraía la atención de las chicas y esa noche de una en especial, la llamaremos Gis, era de baja estatura lo que se podría catalogar como petisa “la petite fille” de ojos vivarachos, cabello negro ondulado y amplia sonrisa, pómulos y mejillas que destacaban aún más sus ojos saltarines, frontalmente -hay que decirlo- era muy, pero muy generosa, vestía un traje de una pieza , vaporoso, fresco y unas sandalias de cuero bajitas que ponían al descubierto sus bien formados y delicados pies, un hálito de desenfado nuevo para mí, esa noche el embelesamiento por lo menos de mi parte era genuino, el de ella quizás en ese momento lo fue pero como todo lo juvenil es etéreo y volátil.
Cuando la hora llamaba a retirarse, la cortesía obligaba a acompañar a la puerta de su casa a la chica, esta no se hizo esperar, apresurémonos de tal forma que perdamos de vista al grupo, la necesidad de tener un momento a solas, de robar un beso era imperiosa, con suerte generar una caricia prohibida, debía ser así, éramos jóvenes, éramos inocentes (aunque ahora no estoy tan seguro).
Gis vivía en la segunda planta del Asturias, un conocido club local donde se congregaban los porteños para jugar “pool” pero también era el local de un destacado equipo de baloncesto puntarenense donde militó en sus años jóvenes Alexandre Guimarães posteriormente técnico de la Selección mayor de futbol de Costa Rica, en la puerta de su casa nos asaltamos con desesperación, después de algunos besos, tímidas caricias de exploración y la tórrida despedida de rigor, di media vuelta y me dirigí al muelle a tomar la lancha que me llevaría de vuelta a mi barco. Eran apenas los primeros tanteos.
Pasaría casi un año más hasta que la volví a ver, mi barco había sufrido un percance, como producto de esto quedó con la arboladura caída y el mástil doblado, después del incidente fue remolcado al interior del estero donde yacía flotando y anclado, desde las cercanías del Parque Victoria al costado de la casa de Echandí se podía ver el Fortuna III un viejo atunero veterano de la pesca en África y que había llegado a las costas del Pacífico en ese entonces con el nombre de Algeciras, sus dueños los hermanos Manolo y Bernardo Elduayen, allí estaba, maltratado, silencioso, en el espejo de agua su silueta se recortaba en la tranquilidad contra los manglares por el norte.
Sin esperanzas de una pronta reparación decidí viajar a Panamá a buscar otro atunero donde embarcar, mientras tanto mantenía comunicación epistolar con mi amiga, confiando en un próximo encuentro, el cual sucedió casi seis meses después.
Después de un accidentado viaje lleno de peripecias y no tan buena suerte, dejaba en Ponce, Puerto Rico el viejo “White Star”, una vez terminada la descarga y con un abultado bolsillo volamos a San José la capital costarricense junto a Mañuco Souza y José Elías el otro compañero y buen amigo con quien compartíamos siempre a bordo.
Después de algunos días en la capital viajamos al puerto al encuentro de la “guila“, Mañuco iba a por la hermana quien había llegado recientemente de San Francisco y con quien también se carteaba, el flaco Elías también se sumó al periplo puntarenense, rentamos unas cabinas no muy vistosas, era temporada alta y no había disponibilidad de un buen hospedaje, pero eso no nos detenía, salíamos cada noche a cenar, comer bien, beber, regalos aquí y allá hasta que el sentido común nos dijo que era momento de zarpar con rumbo a “chepe“, no había dinero que pudiera soportar el abuso inmisericorde al que nos habíamos sometido en una semana (abuso que las tenía muy contenta a ellas por cierto), caso contrario seríamos serios candidatos a la indigencia y a la caridad familiar.
Nos recluimos por más de 15 días en la capital josefina, hasta que a las “amigas” se les ocurrió llegar de visita a casa de Mañuco, se hospedaron por un día mientras visitaban a su padre quien había llegado de norte América de manera subrepticia y a escondida de su madre de quien aparentemente se había separado hacía varios años, después del encuentro filial regresaron al puerto, lo nuestro era una relación que estaba basada -pensaba yo- en mi capacidad de satisfacer sus gustos y salidas pero ya no me sentía nada cómodo con este hecho, estaba decidido a salir de ello tarde o temprano.
Me tocó enrolarme en una nueva embarcación en Puntarenas y salí a viaje por casi un mes, el primero de estos viajes no fue tan propicio, “pesca mala” le dicen, así que cuando regresamos no había mucho dinero en la bolsa, como de costumbre y estando de franco salí de paseo con ella, pero sin darme cuenta que de manera muy disimulada habíamos llegado a las inmediaciones de A la Deriva. me detuve en la entrada y le hice saber que no contaba con dinero para ingresar al evento que tenía lugar en ese momento.
¡-¡No esta noche Gis, lo siento hoy no cuento con dinero!
Me miró y puso una cara apesadumbrada, yo confiaba en que me diría, “no hay problema no entraré, yo me quedo contigo”, sin embargo y para desilusión mía, con el rostro cabizbajo me dijo que ella si se quedaría en el lugar de siempre a reunirse con sus amigas a bailar.
Por un momento pensé para mis adentros y ¿Qué hay de la empatía?
¡Muy bien!, dije, no hay problema -tratando de disimular el fastidio y tragando saliva- Yo me regreso al barco y di media vuelta, me alejé de ella unos cuantos pasos, ella vaciló un momento y me llamó.
– ¡Espera! ¡Espera!
Sentí que se había apiadado de mi cara de pavo ahorcado, y la esperanza volvió a mi cuerpo, me acerqué a ella, pero para mí desgracia dijo con un gesto de suma tristeza:
-Entiende, me da pena, pero debes comprender yo soy joven y quiero disfrutar.
Esbocé una leve sonrisa para disimular esta vez la decepción.
-Tranquila, ve nomás, di media vuelta y me alejé.
Recuerdo no haber vuelto a salir hasta que nos hicimos a la mar nuevamente, pero esta vez la suerte nos sonrió, tuvimos un viaje bastante bueno, después de unos 30 días más o menos, regresamos con los tanques llenos, llegamos como de costumbre a descargar al puerto y con la tranquilidad que un buen adelanto monetario te da, salí y lo primero que hice fue ir de visita a los altos del Asturias a ver a la niña, subí por la empinada escalera, su madre que estaba en la sala salió a mi encuentro, una señora mayor, pero de trato muy deferente hacía mí.
Dicen que sarna con gusto no pica
¡-Gis! Escucha, aquí está Calidro!
La coqueta porteña se acercó y mostrando una muy preparada cara de sorpresa me saludo con un breve beso en la mejilla, la madre le sugirió que me invitara un refresco, dentro del cuarto de ella observé a un par de sus experimentadas amigas quienes cuchicheaban sobre que vestido se iban a poner para la fiesta del fin de semana, tocaría en el evento el grupo Vía Libre, la banda de moda a mediados de los 70, en el local de siempre A la Deriva; mientras y casi de manera sigilosa observaba con el rabillo del ojo la desenfadada cháchara con sus amigas y el poco interés que había puesto en mí, miraba el alto cielo raso muy propio de las casas del puerto y como quien no quiere la cosa me fui acercando al pasamanos de la escalera para bajar, ella notó mi movimiento y asomándose a la puerta de su cuarto con un sutil reclamo me espetó:
– ¿A dónde vas?
-Aquí abajo donde el chino, solo necesito comprar cigarrillos, como quien no quiere la cosa.
-Me miró con cara de incrédula y -señaló puntualmente- Ah ok, recuerda que me debes pasar a recoger para ir al baile.
¡Si, sí, claro! – Mentí descaradamente- y bajé despacio sin hacer mucho ruido, casi en puntillas para evitar el crujido de los viejos peldaños, a medio paso crucé el umbral de la pequeña pulpería, compré un paquete de cigarrillos Derby, pero en lugar de regresar me dirigí al muelle a unos 300 metros, esperé unos pocos minutos y tomé la primera lancha que encontré con destino al barco y nunca más volví.
No sé si llamarlo revancha o justicia poética, pero fue plena satisfacción, sin arrepentimiento alguno lo recuerdo con mucha claridad.